VALÈNCIA. No tiene todavía muchas películas, pero la filmografía de Ruben Östlund hace ya tiempo que tiene un sello de identidad inconfundible. Lo suyo es crear incomodidad a través de la representación irónica de la hipocresía de la sociedad en la que vivimos, en especial de las élites culturales y económicas (a las que él mismo pertenece) y frente a las que no muestra piedad alguna. Y es que al director le gusta provocar, poner sobre la mesa los vicios contemporáneos para extraer de ellos buenos puñados de bilis que invitan a la reflexión más cáustica. Por eso nunca ha sido especialmente acomodaticio a la hora de seguir agitando las conciencias a través de sus ficciones y se atreve con todo, porque en ese espacio de extrañeza y desagrado se encuentra precisamente su zona de confort.
Con The Square (2017) se acercó al mundo del arte como símbolo del snobismo y ahora realiza una operación similar en El triángulo de la tristeza a la hora de hablar de la cultura de las apariencias y la burbuja de la superficialidad. Para ello encierra a una serie de personajes en un crucero de lujo en el que cada uno de los pasajeros representa un aspecto de esa podredumbre moral que se esconde detrás del dinero y la fama. Entre esa fauna encontramos dos modelos (barra influencers) que se dedican a hacerse fotos durante toda la travesía, personas de las altas esferas políticas y sociales y nuevos ricos que, como ocurre con uno de ellos, un oligarca ruso, en un momento memorable, afirma que ha conseguido ser rico gracias a la mierda, es decir, a producir abono.
El director nunca ha tenido piedad con sus personajes. Se encarga de someterlos a una humillación constante, razón por la que sus películas generan no pocas controversias y rechazo, aunque resulta incuestionable la inteligencia sibilina que desprenden. Basta con ver la batalla de borrachos entre el capitán del barco (encarnado por un divertidísimo Woody Harrelson) y el empresario de la mierda hablando de capitalismo y comunismo mientras el barco está a punto de hundirse, para darse cuenta de que detrás de toda la impostura de Östlund hay un poco de genialidad.
En El triángulo de la tristeza lleva al paroxismo el modelo que él mismo se encargó de crear y moldear componiendo una obra que tiene la virtud de convertirse en una oda a la vulgaridad para hablar de todos los temas inimaginables dentro de la agenda cultural contemporánea, es decir, las diferencias sociales, el machismo, el feminismo, el culto a la imagen, la cultura de la cancelación, las redes sociales y la distorsión de la conciencia social. Es decir, de todo de aquello sobre lo que ya había hablado en otros trabajos, pero elevado a una nueva dimensión en la que el elemento chabacano se convierte en auténtico protagonista.
Quizás por eso, en esta ocasión Östlund no se corta un pelo a la hora de componer toda una larga set-pièce en la que el vómito (tanto literal como metafórico) se apodera de la función. Seguramente El triángulo de la tristeza sea recordado por estos fragmentos escatológicos debido al impacto cómico que provocan. Y es que siempre ha sido un director de momentos icónicos que se incrustan en la memoria (véase la escena del alud en Fuerza mayor) y de largas disertaciones en las que parece perder el rumbo para asestar un golpe final.
En esta ocasión divide la película en varios capítulos que tienen la particularidad de constituir una especie de gag en sí mismos alrededor de diferentes situaciones y que toman como hilo conductor a una pareja de tops models, Yaya (la desaparecida recientemente Charlbi Dean) y Carl (Harris Dickinson). Conocemos primero su relación en un restaurante donde se pone de manifiesto la guerra de sexos (que incluye escenas descacharrantes como la de quién paga en el restaurante y el posterior running gag en el ascensor). Después nos embarcamos y entran en acción el resto de los personajes, para terminar en una tercera parte mucho más anticlimática pero sumamente subversiva en la que después de un naufragio, los supervivientes, casi como si estuvieran en un reallity deben amoldarse a las nuevas reglas del juego, que no son otras que el intercambio de papeles entre los privilegiados y los sometidos, convirtiéndose la limpiadora filipina que hasta el momento había permanecido invisibilizada, en auténtica líder del grupo y nueva dictadora del microcosmos.
Östlund maneja las reglas del absurdo con verdadera eficacia a través de lo grotesco, lo irritante y consigue convulsionar utilizando las herramientas de lo zafio y del subrayado, de la caricatura para componer una película que funciona precisamente por eso, por su capacidad para regurgitar sin pudor, sin miedo ni impudicia.
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