Desde el mes de enero de 2023, tenemos en España ya pensionistas que cobran más de 3.000 euros al mes, merced a la subida, indexada a la inflación, de todas las pensiones que se pagan en nuestro país, con independencia de que hablemos de pensiones máximas, mínimas, contributivas o no contributivas. Estas subidas, que no tienen parangón con las de los sueldos de la mayor parte de los trabajadores (aunque sobre la bocina, agónicamente y como siempre con mucho debate, el salario mínimo ha subido finalmente casi lo mismo en porcentaje), se producen a la vez que todos los trabajadores en activo hemos pasado a pagar más cada mes a la seguridad social por mor del mecanismo de equidad intergeneracional y las cuotas de autónomos han sido revisadas, al alza, por supuesto, con un nuevo sistema de cómputo. Porque la solidaridad intergeneracional bien entendida consiste en que los trabajadores activos con un sueldo medio (del mediano mejor no hablar, porque entonces el panorama es aún más deprimente) que es ya similar a la pensión media (y con las nuevas pensiones superando ya sustancialmente el salario más frecuente) vean sus sueldos subir por debajo de la inflación y hayan de pagar más a la seguridad social y jubilarse más tarde para así garantizar a las generaciones que en estos momentos están empezando a cobrar pensiones en máximos históricos que sus emolumentos puedan seguir doblando (si hablamos de quienes tenían mejores trabajos, ya fuera en la función pública, ya en la empresa privada) a los de los trabajadores más habituales y directamente triplicando el salario mínimo de quienes, además, deberán trabajar muchos más años para poder jubilarse.
Como España es un país, todavía, bien ordenadito, nada de esto genera excesivo debate. Se queja alguien, como quien no quiere la cosa, a veces, y es rápidamente acallado. PP y PSOE, con sólidas bases electorales entre las personas mayores y jubilados y rentistas, tienen un férreo acuerdo tácito en el sentido de que los costes del sistema hay que hacérselos pagar a los que vienen detrás porque en ningún caso hay que cuestionar los enormes “avances sociales” consistentes en que los españoles y españolas nacidos entre 1945 y 1965 puedan jubilarse, en su gran mayoría, con pisos en propiedad y alguna renta que otra que añadir a unas generosas pagas públicas y todo tipo de beneficios en servicios públicos y privados. Consenso que se traslada, pero en este caso abarcando a toda la sociedad española, a la idea, que ya he cuestionado hace un tiempo (cuando tampoco era el momento, como es la pauta de esta columna), de que el sistema público de previsión de la jubilación, por alguna razón que se me escapa, ha de pagar a las rentas más altas pensiones que duplican o triplican incluso lo que por cotización habrían de recibir porque, al parecer, es obligación de todos contribuir mancomunadamente a que quienes mejor han estado toda la vida sigan conservando un elevado nivel de vida. La idea de que las pensiones hayan de ser sustancialmente similares para todos, por no decir directamente la misma, mucho más coherente con un sistema de reparto redistributivo, ni está ni se contempla. De manera que la idea es que sigamos pagando entre todos las turbopensiones a quienes toda la vida han ganado más dinero y acumulado capital.
Mientras todo esto pasa, sin que se le preste demasiada atención, en nuestro país, Francia está disfrutando de las mayores movilizaciones sociales en décadas a cuenta del proyecto de reforma de las pensiones del gobierno Macron. Los centristas “que saben” y que conforman la elite del país, siempre atentos a lo que se nos suele decir que son las necesidades de reformas estructurales para sacar adelante cualquier país, han diseñado los cambios siguiendo un guion idéntico a la lógica que con tanto éxito de público y crítica en nuestro país: no se tocan las pensiones de los ricos, no se rebajan las pensiones máximas, no se alarga el tiempo de trabajo necesario para que se jubilen las personas de la generación que curiosamente se corresponde con la de la mayoría del gabinete ministerial y de paso se rebajan las cotizaciones sociales de las empresas… porque en todo eso no tendría sentido actuar, al parecer, ni hacen falta economías. Ya lo pagarán todo los trabajadores presentes y sobre todo futuros, a los que se incrementan las cotizaciones que han de acreditar para merecer una pensión completa, los años de trabajo exigidos, se les retrasa la edad de jubilación y, además, y de regalo, se les insulta por insolidarios y bloquear el país, pues estarían poniendo en riesgo la economía y el avance glorioso de las elites francesas. Elites a las que no les importa demasiado trabajar un par de años más, si hace falta, pues a fin de cuentas sus labores no son particularmente penosas, a cambio de que cuando llegue la edad de su jubilación se les garantice, como hasta ahora y como pasa también aquí, una media de tres décadas de pensiones desproporcionadamente generosas que les irán pagando los demás.
No es de extrañar, con esta breve descripción del fenómeno, que en cuanto el tema ha pasado a ser el que ocupa la agenda política, dado que en Francia sí hay medios de comunicación, sindicatos e incluso partidos políticos dispuestos a dar esta batalla, las posiciones respecto de la reforma reflejen a la perfección quiénes ganan y quiénes pierden: en contra, radicalmente en contra, están estos últimos, con trabajadores, estudiantes y jóvenes a la cabeza; a favor están los actuales pensionistas, encantados de todo lo que sirva para blindarles su situación actual, y los funcionarios de sueldos elevados o cuadros empresariales. Frente a lo claro que lo tiene la opinión pública, genera incluso un poco de ternura contemplar cómo la comunicación gubernamental y medios afines siguen intentando vender que es una reforma impuesta por el “sentido común” y que iría en beneficio, sobre todo, de los más jóvenes.
A la mínima que se revisan mínimamente las entrañas del tocomocho gigante que se pretende hacer tragar, una vez más, a los paganos de turno se entiende perfectamente que cualquier solución le parezca mejor a la mayoría de los franceses que van a tener que abonar la cuenta: desde asumir pensiones más bajas en el futuro a incrementar las cotizaciones sociales y, especialmente, las que pagan las empresas (generosamente rebajadas por el gobierno Macron). Todo es mejor que tener que trabajar más para seguir pagándoles turbopensiones desbocadas a los de siempre.
Resulta interesante la confrontación francesa, sobre todo, porque en general desde el resto de Europa se mira con incomprensión que el país donde la edad de jubilación es más baja (60 años, por lo general; el proyecto pretende subirla a 62) y donde de media más se vive del sistema público de pensiones debido a este hecho y a la elevada esperanza de vida francesa, de las más altas del mundo, esté en pie de guerra por una cuestión como esta. Con incomprensión, pero también con un punto de condescendencia, porque nosotros hemos pasado antes por ahí y como no hubo manera de parar este tipo de reformas asumimos de entrada, probablemente para protegernos psicológica y políticamente, que todo el esfuerzo de protesta y reivindicación de la izquierda francesa será a la postre inútil. Que tiene que fracasar porque así son las cosas y la lógica de los tiempos. Defender derechos sociales y un reparto más justo de las cargas sociales, dado que nosotros no hemos sabido hacerlo, sólo puede aparecer a nuestros ojos como algo profundamente ingenuo, naïf, condenado necesariamente al fracaso. ¡Porque vaya ridículo llevaríamos décadas haciendo los demás como no fuera así!
Sin embargo, mirando las cifras de crecimiento económico de Francia y de las economías más cercanas a ella como la alemana o, para mayor contraste, la británica, mucho más liberalizada, no parece que la política francesa de garantizar más derechos sociales o su modelo de pensiones haya restado, al menos hasta la fecha y tampoco durante las últimas tres décadas, ni al crecimiento económico del país, ni a su productividad ni a la renta per cápita. Todas ellas han evolucionado de un modo más o menos parejo, cuando no mejor, que las de los otros países, y además lo han hecho garantizando niveles de bienestar mayores y de desigualdad mucho menores. Tampoco parece, pues, ni un modelo tan loco, a la vista de los datos, ni una condena a convertirse en paria económico eso de que de vez en cuando sindicatos y trabajadores te “paralicen” el país y te obliguen a no reformar como es debido, garantizando la temida esclerosis de esa Francia caduca e ingobernable. Bendita parálisis la que te hace seguir el camino de crecimiento de los demás, cuando no mejorarlo, pero con menos costes.
La cuestión, claro está, es que para poder parar los pies a los consensos arrolladores hay que lucharlo. No hace muchos meses ya explicamos que los problemas de desigualdad crecientes que tenemos en nuestras sociedades nos iban a obligar, tarde o temprano, a ir a las barricadas frente a unos poderes públicos cada vez más ensimismados y controlados por unas elites crecientemente desconectadas de toda base social. Por eso es tan importante que los franceses, en esta lucha, logren infligir una importante derrota al gobierno Macron y que, además, sea la primera de otras muchas, que idealmente nos habrían de llevar a tender a igualar las pensiones para todos y hacer mucho más justo el sistema de reparto.
De momento, y ante el éxito de las movilizaciones y el creciente apoyo de la opinión pública a las protestas, el ministro responsable de las reformas ya ha movido pieza: por un lado ha amenazado con denunciar a los periodistas que han osado publicar cómo la fiscalía lo investiga por sonados casos de corrupción (la “Francia que madruga”, de los emprendedores, de “los que saben” y de los que nos protegen contra el populismo tiene unos perfiles muy reconocibles) y, por otro, ya se ha deslizado que Macron y compañía sí pueden estar considerando alguna reforma legal en respuesta a las protestas, consistente en… restringir el derecho de huelga. ¡A grandes problemas, mejores soluciones!
Todo este espectáculo de clasismo y sociopatía a cargo de estas elites democráticamente electas por medio de sistemas que generan una más que creciente y comprensible desafección, pero además por gentileza de toda esa gente que se jubila luego a todo trapo con el dinero y esfuerzo de los demás. No sorprende a estas alturas lo incapaces que son de entender por qué el populacho se queja tanto por el precio del pan. Porque para ellos, que es lo único que les importa, siempre hay alternativas, ya sea en forma de brioches, ya como socialdemocracia descafeinada de formas cada vez más desconectadamente monárquicas.