VALÈNCIA. En la órbita del mumblecore surgieron algunos directores que inscribieron sus obras dentro del terror, a lo que se llamó mumblegore. La frescura que imprimieron, su capacidad para utilizar los referentes y reinventarlos, así como su originalidad a la hora de utilizar las herramientas del lenguaje con presupuestos mínimos, supuso una inyección de vitaminas dentro de un género que necesitaba sangre nueva, alejándolo de los estereotipos del mainstream para derribar tabúes a golpe de salvajismo sin moraleja.
En ese grupo se encontraba Ti West, que desde la retaguardia firmó una de las cumbres del movimiento, La casa del diablo, un ejercicio de estilo refinadísimo (en 16 mm.) en el que asentaría una serie de claves que definirían su sello autoral. Su amor por los años setenta y ochenta, la mezcla de texturas vintage, así como una planificación secuencial repleta de hallazgos, convirtieron a la película en una pieza de culto que quedó ahí en suspenso (también resulta destacable su acercamiento a las casas encantadas en Los huéspedes) hasta que ha regresado con energías renovadas gracias a X.
En ella aprovecha todos los tropos del slasher para ofrecer una mirada contemporánea en la que el tono festivo se alía con una reflexión de lo más estimulante en torno al propio subgénero. Así, en X encontramos afilados apuntes metacinematográficos sobre los orígenes del cine independiente en la incipiente era del vídeo doméstico, sobre la mirada del espectador como voyeur, sobre el impacto de las imágenes en la ficción y, al mismo tiempo, la película va un paso más allá de lo que planteaba La abuela, de Paco Plaza, de una manera mucho más subversiva: la tercera edad se encarga de tomar las riendas del relato orquestando su venganza contra una juventud con ínfulas de triunfo que mira la vejez por encima del hombro, dinamitando así la posibilidad del sueño americano.
El planteamiento es el siguiente. Estamos en 1979, en Texas (cómo no) donde un grupo de buscavidas quiere rodar una película porno amateur, para la que contratarán a un director que quiere experimentar con las imágenes (y el montaje) como si fuera Godard. El contexto nos remite inevitablemente a Garganta profunda y su éxito a principios de los setenta, así como a toda la ola de erotismo europeo justo antes de la irrupción de la cultura de videoclub.
El equipo en cuestión está capitaneado por Wayne (Martin Henderson), encargado de organizar toda la producción, un antiguo combatiente de Vietnam con generosos atributos, Jackson (el rapero Kid Cudi), la exuberante Bobby-Lynne (Britanny Snow), RJ (Owen Campbell) a los mandos de la cámara, su ayudante de sonido y novia, Lorraine (Jenna Ortega) y la estrella de la función, Maxime (Mia Goth). Desde el principio la veremos mirándose al espejo mientras esnifa coca y se dice a sí misma que conseguirá aquello que se proponga. Y parece que nada la va a detener. “No aceptaré una vida que no merezco”, dice.
Para el rodaje la troupe alquila una pequeña casa en una granja en la que habitan dos ancianos que no parecen demasiado amigables. A estas alturas ya han aparecido todos los espacios que han articulado buena parte de la mitología del slasher setentero: el viaje en grupo en furgoneta, una gasolinera de la América Profunda y una casa que campo que remite al gótico americano. De hecho, los ancianos protagonistas, Howard y Pearl podrían estar sacados perfectamente del icónico cuadro de Grant Wood. También se cita Psicosis, por cierto. Ninguna referencia parece integrarse al azar. Ti West añade además otro espacio recurrente, pero que en sus manos adquiere una nueva dimensión: un lago cerca de la casa repleto de caimanes.
La película presenta una clara contraposición entre la belleza de la juventud y la decrepitud de la vejez y de cómo el sexo se convierte para ambos en una pulsión casi primitiva. Así, el Eros termina asociándose al Tánatos. Dos fuerzas contrapuestas que acaban fusionándose. Por supuesto, también encontramos asociado el puritanismo y la represión moral y religiosa, así como la necesidad de romper con la dictadura de la hipocresía beata. El sexo como forma de vida, y también de muerte. De hecho, la dualidad, las dos caras de la misma moneda, también se convierte en uno de los elementos más importantes del film, como demuestra el hecho de que Maxime y Pearl estén interpretadas por la misma actriz, Mia Goth, como si una se convirtiera en el reflejo de la otra.
Ti West parece estar en su salsa jugando con los elementos que tiene a su disposición. Nada en X deja indiferente. Cada giro de guion resulta inesperado, cada una de las muertes, de lo más imaginativa, hay diversión, humor negro, lujuria, perversión, asco, gore y escenas memorables. Un auténtico festival en el que el director vuelve a demostrar sus habilidades para orquestar la tensión atmosférica, para integrar diferentes texturas, formatos, para planificar de una manera siempre sorprendente y repleta de un significado simbólico. Cada ángulo y movimiento de cámara está calculado al milímetro, su puesta en escena es de una precisión de cirujano. Como dicen en un momento de la película, “la cámara lo cambia todo” y West sigue esta máxima a rajatabla. Sabe que gracias a ella y al montaje, puede contar una historia de manera diferente, como bien dice el personaje de RJ. Y así lo hace, pero sin ínfulas, sin creerse más listo que nadie, con sentido del humor y una clara reverencia al cine de terror que ama, alejado de la pulcritud actual y abrazando sin reservas el elemento grotesco, la suciedad y la crudeza expresiva.
Se estrena la película por la que Pedro Martín-Calero ganó la Concha de Plata a la mejor dirección en el Festival de San Sebastián, un perturbador thriller de terror escrito junto a Isabel Peña sobre la violencia que atraviesa a las mujeres