VALÈNCIA. No solamente de pan se alimenta el hombre, aunque sea este, quizás, el símbolo más reconocible de nuestra alimentación. Difícil es imaginar nuestra gastronomía diaria sin la base del pan, convirtiéndolo en un elemento clave de las culturas culinarias de todo el mundo.
Considerado un bien de primera necesidad, disponemos de pan a cualquier hora, en un amplio abanico de tiendas, supermercados, incluso gasolineras (en el ámbito urbano, claro). A pesar de ello, vemos como cada día nuestros hornos, esos centros de reunión matutina que eran capaces de convocar a barrios enteros, van desapareciendo con las últimas generaciones de panaderos y panaderas que a duras penas aún amasan y cuecen su propio pan, imponiéndose un producto pre-cocido, congelado y distribuido por doquier. Una peregrinación diaria al horno en decadencia, incluso en los bucólicos e idealizados ámbitos rurales, donde, en muchos casos, la crisis del pan es aún más pronunciada.
Pero qué alegría el pan de cada día. El que acompaña los platos de cuchara, el fundamental en nuestros esmorçarets, o con su tomate restregado en el desayuno, o tostado y untado de alioli, o simplemente con un toque de aceite y sal. No obstante, su uso diario y rutinario no le resta importancia cuando se convierte también en un símbolo festivo. El pan, además de ser un alimento base en la pirámide nutricional, adquiere especial importancia en los contextos rituales, figurando dentro de la Dieta Mediterránea, reconocida por la UNESCO como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad en 2010, no solo por sus innegables cualidades nutritivas sino por su simbolismo y significado en nuestra forma de vida, en nuestra visión de la realidad, de nuestro mundo.
Si ya de por sí el pan es una bendición de alimento, más lo es cuando cobra protagonismo como elemento central de algunas festividades, como las de Requena, donde a lo largo del año se prepara el Pan Bendito. Requena no es el único lugar donde podemos encontrar esta vistosa celebración con grandes panes; también en algunas islas italianas, a lo largo y ancho de la península ibérica y ya más cerca, en La Torre de les Maçanes (L’Alacantí). Existe, indudablemente, un nexo entre la actividad agraria, el cultivo de cereales, con las localidades que celebran sus festividades horneando y ofreciendo grandes panes. Y también encontramos un vínculo entre el calendario agrario del trigo, que ha marcado, y marca, multitud de festividades y ceremonias localizadas en momentos concretos del ciclo de su cultivo. No es casual pues, que las gentes hayan recurrido al pan, como fruto de su trabajo, para emplazarlo en el centro de la fiesta, representando esa amalgama entre territorio, producción y celebración.
Panes ceremoniales, votivos, benditos, místicos, procesionales, etc., tienen en común su posible origen en la plegaria, los votos o promesas, o simplemente como acción de gracias a los dioses y fuerzas protectoras de las cosechas, siendo posteriormente realizadas a los santos y al mismo Dios, cuando este acto de ofrenda es cristianizado. Además de esos diversos fines, se le añade otro que los complementa: la caridad. Incluso llamado así en algunos pueblos (pan caritativo, las caridades), el pan adquiere un fin generoso, si no misericordioso, habiendo sido, no hace tanto tiempo, un bien anhelado por aquellos que no podían permitírselo. Es por ello, que el último gesto realizado con los panes es su partición y distribución, antaño a los más necesitados, y hoy a las comunidades festivas y vecindarios.
Lo que distingue a esta celebración en Requena es, sin duda, el tamaño de los panes, de entre cuatro y cinco kilos, y la peculiar forma de celebrar con ellos. Han sido tradicionalmente las mujeres las principales encargadas y protagonistas de ser las portadoras, sobre sus cabezas, de estos panes dulces, aunque hoy vemos tanto a muchachos como muchachas que los cargan. Lo que en su momento fue un acto de socialización de la mujer hacia su comunidad, hoy se ha convertido en un elemento de identidad local para las nuevas generaciones, salvaguardando su continuidad en el tiempo.
En casa de Isabel y Pablo han preparado un pan esta semana, para la fiesta del santo patrón de Requena, San Nicolás. Y al caer la tarde de la víspera, realizan el ritual que antecede al propio del día de la fiesta. Reunidos alrededor de una mesa, colocan el pan sobre una tabla redonda de madera que ya está poseída del tapete blanco, bordado. Isabel cuenta que “antes se cocían los panes en casa, pero en dos mitades, ya que no se tenían hornos tan grandes, y se escondía la comisura con los adornos. Ahora los encargamos al horno y vienen de una sola pieza”. En Requena siguen activos siete hornos, donde cada familia encarga los panes que llevan a casa. Pablo, gran conocido del ámbito festivo y cultural de Requena y València, nos explica que cada persona que lo desea puede participar de la fiesta. “La mayordomía de San Nicolás prepara sus panes, pero la fiesta está abierta a los vecinos o vecinas que quieran participar aportando su pan”. Cada fiesta del año tiene su organización a través de las mayordomías correspondientes, una forma de organización social, antiguamente vinculadas con los gremios artesanales en muchos casos.
Con la destreza de la experiencia y con unas simples tijeras, Pablo y su madre Isabel cortan y embellecen las tiras de papel de seda de colores pastel que van colocando sobre el pan y los trece pajaritos que se pinchan en él. Han de ser trece, número delicado para muchos, pero con un alcance importante. Trece personas estaban presentes en la Última Cena, cuando se partió el pan, signo eucarístico que representa al mismo Jesucristo, que se entrega a los demás. El pan de la vida, compartido con los allegados, con la humanidad.
La mañana del día festivo, bien temprano y, evidentemente acompañados de música y petardos, se inicia un recorrido siempre cambiante, dependiendo de las personas que participen ofreciendo un pan, ya que estas son recogidas en las puertas de sus casas. El creciente séquito recorre las calles, siendo avisada su llegada a través de la pólvora y apareciendo tras las puertas, las personas que ya portan su pan, elevándolo sobre su cabeza, para unirse a la comitiva y dirigirse, en este caso, a la parroquia de San Nicolás, donde depositados a los pies del altar, serán bendecidos y posteriormente troceados.
Este gesto festivo, que puede parecer sencillo en sus elementos y formas, encierra todo un conjunto de potentes significados. Fruto de las diferentes tareas del hombre: el que lo cultiva, el que lo muele, el que lo amasa y hornea, la familia que lo decora y prepara, la mujer que lo carga, el que lo bendice y aquellos que lo parten, hacen del pan un signo de trabajo y de fraternidad, de comunión con la divinidad, implorando su protección o agradeciendo los votos cumplidos, y también con la propia comunidad, trascendiendo su reparto entre iguales, entre los hombres y mujeres que viven, laboran y celebran la alegría del vivir, todos juntos, en armonía.
Guardémosle al pan, al diario y al festivo, su espacio en nuestras mesas, que alimente nuestros cuerpos y almas, y que el pan sea, a su vez, como dijo Albert Einstein, una cuestión de paz.