VALÈNCIA. Javier Ambrossi y Javier Calvo nos han sorprendido a todos con La Mesías. Sorprendido para bien, dejémoslo claro desde el principio. Para muy bien, de hecho. Veneno ya nos asombró, también para bien, pero de otro modo. Era excesiva, chillona, multicolor, desproporcionada, a ratos casi un parque de atracciones, pero eso encajaba, no solo en la personalidad pública de Cristina Ortiz “La Veneno”, sino en el universo de Los Javis que conocíamos y podíamos esperar. Pero quizá con tanto brilli brilli se nos olvidó que también era profunda y realmente dramática. Ahora, con su nueva serie, han ahondado en la profundidad y el dramatismo, ya no hay brilli brilli, el exceso está contenido y, cuando aparece, plenamente justificado, hasta el punto de que no se percibe como tal.
La Mesías va de religión, del poder destructivo de una fe convertida en dictadura y prisión, pero si solo fuera de eso no estaríamos hablando de ella. Porque de lo que va es de sentirse perdida y no saber cómo encontrarse, del poder de la familia en la configuración de nuestra identidad, de traumas y cómo superarlos. Es la historia de una pareja de hermanos adultos que ha de enfrentarse a su infancia y las secuelas que les ha dejado, con una madre fanática religiosa y un pasado de maltrato y abusos.
Se ha comentado mucho que es un salto de nivel en su obra y es cierto. La Mesías es profunda, honda, muy sólida, muy centrada, muy madura. Y muy arriesgada. Un riesgo asumido del que salen indemnes y con el resultado de ese cliché que utilizamos a veces de “obra mayor”. Es una obra mayor, no hay duda, donde la mezcla de géneros y de referentes culturales de todo tipo no da como resultado el parque de atracciones, sino una obra compacta, compleja, arrolladora e inequívocamente autoral.
Confieso que el primer capítulo me dejó un poco fría. Mi razón y mi saber de la cosa audiovisual, que a eso me dedico, eran conscientes de que aquello estaba muy bien hecho y era muy sólido, pero mi emoción se quedó a las puertas. Naturalmente había que seguir, consciente de que ahí había algo que merecía la pena. Y, sin notarlo especialmente, pronto te das cuenta de que ya estás dentro, de que el drama de esta familia, de esos hermanos perdidos en el trauma, de esas niñas atrapadas en un mundo descabellado, te está tocando muy hondo, aunque la religión no ocupe ningún lugar en tu vida. Se unen emoción y razón y, mientras sigues admirando lo buena que es la serie, descubres lo mucho que te está afectando lo que allí se cuenta y el modo es que se está contando. Hay mucho dolor en la serie y mucha sabiduría en la puesta en escena.
Con algunos capítulos soberbios, como el tercero, que es una preciosidad, o el sexto, toda la miniserie está a un nivel altísimo, tanto en la realización como en la interpretación. Que actrices como Ana Rujas (cada día más fan de esta mujer, qué poderío actoral y qué presencia la suya), Lola Dueñas o Carmen Machi, que interpretan las tres al mismo personaje en varias etapas de su vida, estén magníficas no sorprende a nadie. Pero, ¿y esas niñas? ¿cómo se ha conseguido esa desarmante naturalidad, esa sensación de cotidianidad que transmiten no solo en las secuencias de grupo? Resulta asombroso. Uno de los fuertes de Ambrossi y Calvo es la dirección actoral y en La Mesías resulta esencial para el buen resultado final. Porque también brillan Macarena García, una actriz cuyo desempeño depende bastante de cómo esté dirigida, y especialmente Roger Casamajor, una elección quizá inesperada de los cineastas, que expresa de forma desgarradora con la mirada y el lenguaje corporal todo el dolor y la desesperación que el personaje soporta.
Funciona tan bien la serie, tanto en lo emocional como en lo artístico que, aunque los detectamos, aceptamos sin mucho problema algunos desequilibrios del guion. Uno en concreto, la tal vez demasiado abrupta conversión de la madre, la mesías del título, de nombre Montserrat Baró, en un monstruo. El personaje encarnado por Ana Rujas es una mujer inestable y, a ratos, detestable, pero también claramente una víctima, una madre al modo de la de The Florida Project (Sean Baker, 2017). Tras una elipsis de varios años, la encontramos con el rostro de Lola Dueñas, convertida ya totalmente en un ogro, sin matiz, sin rastro de la víctima que fue; la conversión de la mujer doliente y voluble en un monstruo hemos de hacerla nosotros y, francamente, cuesta un poco tras dejar a Montse/Ana Rujas desesperada por no poder huir. Pero bien es cierto que la intensidad emocional y los hechos que se relatan pasan por encima de esta dificultad y la serie continúa implacable. Eso sí, Montserrat Baró es uno de los personajes más odiosos que hemos visto en tiempo, de esos que despiertan lo peor de ti, de los que deseas con todas tus fuerzas que desaparezcan y no verla más. Por cierto, un personaje con bastantes concomitancias con otra madre terrible reciente, la de Maricón perdido (Bob Pop, 2021).
El camino entre el trauma y el sosiego que los personajes anhelan está lleno de grupos de gente que buscan esa paz o un cierto sentido de la vida de muy distintas formas, como un grupo de abducidos y avistadores de ovnis, una rave o un colectivo de mujeres que se sitúa al margen de la sociedad buscando trascender. O en sitios tan diferentes como el cine, la naturaleza o la música. Y resulta llamativo que, tras el retrato atroz que se hace de la religión, tanto de la oficial como de la no oficial, o, yendo más allá, de la propia fe, en Dios o en lo que sea, la espiritualidad acabe inundando el capítulo final. Es un cierre problemático, por lo menos para quien esto firma, inesperado por su tono y por un cierto carácter acomodaticio que no está en el resto de la serie.
Pero que quede claro que esto no empaña sus muchísimos logros. La Mesías es arriesgada y vibrante, original y diferente, honda y terrible. Un viaje en verdad apasionante.
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