Un chaval me dio la mejor lección sobre Cuba en una hora. Me habló de la escasez de comida, de los cortes de luz y agua, de la falta de gasoil. No era un agente de la CIA; era un crío que ha huido de un país sin futuro.
Procedente de Cuba, C. llegó a España a comienzos de primavera. Vino acompañado de su padre y un abuelo. Allá dejó a la madre, al padrastro y a una hermanita de tres años. C. se instaló, con su pequeña familia, en un pueblo valenciano. Al principio le costó adaptarse a la vida de aquí, pero a su edad todo es más fácil.
Lo conocí hace mes y medio. Me llamó la atención su flequillo rubio; también que vistiese siempre con una camiseta de un equipo de béisbol, el deporte rey en su país. C. es un muchacho corpulento sin estar gordo; de estatura media, tiene los ojos oscuros, tirando a negros, y su sonrisa, limpia, blanca y generosa, encandila. Su mirada alegre contrasta con la de tantos adolescentes españoles que parecen estar peleados con el mundo, cuando no prematuramente envilecidos por el entorno.
Tuve la suerte de tener una charla con C. Así lo quiso la vida. Ahora la recuerdo. C. es dicharachero. Le pregunto sobre su país y él me responde con frescura, sin asomo de malicia, como veo a menudo en otros críos. C. echa de menos a los familiares que no pudieron emigrar a España. Viven en un pueblo a hora y media de La Habana. También extraña a sus amigos con los que se fugaba del colegio, y a una novia con la que estuvo un año. Tiene también familia en Texas.
C. habla mal de la situación de su país, gobernado por la misma banda desde 1959. El papa Francisco recibió, en audiencia privada, al último jefe de la banda la pasada semana. Vivir en Cuba, al parecer, es una proeza. Según me relata, les cortan la luz ocho horas al día. Tienen agua un día sí y otros tres no. “El día que hay agua llenamos los tanques”, dice. Los coches no pueden circular por falta de diésel. Pero lo peor de todo es que escasea la comida. Está racionada. Unos establecimientos dependientes del Gobierno ofrecían aceite y pollo a los cubanos. Ya no hay pollo, sólo queda el aceite, me explica C., a quien me cuesta ver como un agente de la CIA, financiado para desprestigiar al socialismo castrista.
Como sucede en todo el mundo, siempre hay una alternativa si dispones de dinero. Si quieres comida, “te la buscas en la calle”, dice C. ¿Qué quiere decir C. con buscarse la comida “en la calle”? Hay particulares que te venden alimentos a precios desorbitados. “Un paquete de huevos te cuesta 15.000 pesos”, revela. ¿15.000 pesos?
No todo el mundo comparte penurias en Cuba. Los cortes de luz serán breves si tienes a una familia en el exterior que te manda dinero para pagar el suministro. Todos los cubanos son iguales pero unos son más iguales que otros.
“AUNQUE LAS COSAS NO ANDEN DEMASIADO BIEN EN LA PATRIA DE JOSÉ MARTÍ, NO CONVIENE PROTESTAR. MÁS VALE CERRAR EL PICO”.
Aunque las cosas no anden demasiado bien en la patria de José Martí, no conviene levantar la voz ni protestar. Más vale cerrar el pico. C. ha conocido a vecinos detenidos por criticar al Gobierno en las protestas de julio de 2021. “A uno le echaron siete años de cárcel”, explica. Le pregunto por las prisiones cubanas, pero por suerte ningún familiar ha entrado en ellas.
Los reputados médicos cubanos también salen en la conversación. Cobran salarios muy bajos. “Gana más alguien que trabaja en la calle”, dice. Un panadero o un conductor de bici-taxi, por ejemplo. Por eso, los galenos, a la menor oportunidad que tienen, cuando los envían en misión a otro país, aprovechan para pedir asilo político. Los maestros, pilar del régimen, están muy bien considerados, y los hay a mansalva.
En la isla hay once millones de cubanos. C. me recuerda la última gran crisis migratoria. En 2022 más de 200.000 compatriotas abandonaron la isla, con Estados Unidos como principal destino. Se estima que el 20% de la población ha emigrado, en torno a dos millones y medio de personas. Él no me habla de cifras —que yo he consultado por mi cuenta— pero sí de la falta de futuro. Todo esto me lo cuenta con un lenguaje directo y sencillo. Y mientras charla por los codos, yo sigo tomando notas en mi cabeza.
No sólo me cuenta calamidades. Me recuerda uno de los días más felices de su vida. Fue cuando se hospedó, con su familia, en el hotel Nacional de La Habana, fundado en 1930 y joya turística de la isla. Ese día conoció el mar.
C. extraña su bicicleta. Fue ciclista. Una mañana tomó mal una curva y se cayó por un terraplén. Se magulló medio cuerpo. Llegó a casa, la madre le puso alcohol en las heridas y como si nada. Un tipo duro, de los que ya no quedan. Por lo poco que ha visto en España, C. piensa que los niños de aquí están mimados. “Allí, en Cuba, les llamamos niños de teta”, sonríe.
A veces me cuesta entender lo que dice por su acento y expresiones que desconozco. La conversación, sin embargo, es fluida. Cuando me va a contestar, echa la silla hacia atrás como para tomar impulso, y luego rompe a hablar con un torrente de palabras.
Puede que C. pertenezca a esa parte de la humanidad que padece la historia, según la división hecha por Albert Camus, pero a él, con su cara de niño pillo, se le ve feliz. Tiene toda una vida por vivir. El año que viene quiere acabar la ESO. No piensa hacer bachillerato. Esperará a ser mayor de edad para saber hacia dónde tirar. Su tía, la de Texas, le ha dado un consejo: “Si quieres ganar dinero vente a Estados Unidos; si quieres una vida tranquila, quédate en España”.
C. está orgulloso de haberse comprado una bandera cubana en un chino. Recorrió hasta cinco hasta dar con una. Ama a su país, a pesar de todo. Esto, sinceramente, me da mucha envidia.
Otrosí: gracias a todos los que me acompañasteis en la presentación de mi libro Alivio de domingo, en la librería Gaia. Tarde lluviosa e inolvidable la que compartimos.