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Del testimonio de Helia González a la ficción de Paco Roca

El final de la República tuvo en Alicante su último y dramático escenario. Aquel día en el puerto, con miles de personas esperando una salida de la guerra, es revivido por la última superviviente y el autor de Los surcos del azar

22/09/2018 - 

VALÈNCIA.-Helia González Beltrán nació en 1934 en Elche, hija de Nazario González e Isabel Beltrán; con su hermana Alicia, dos años menor que ella, consiguió subir al Stanbrook, el último barco que zarpó del asediado Puerto de Alicante. Ellas son las únicas supervivientes de aquel acontecimiento de la noche del 28 de marzo de 1939, poco antes de que las tropas del ejército sublevado contra la República y sus aliados italianos entraran en la ciudad y comenzara un oscuro tiempo de represión. La memoria reconstruida de Helia, así como la de su hermana, ha servido de principal fuente para conocer unos hechos que, como casi todo lo sucedido en Alicante durante la Guerra Civil y la posguerra, se han visto sometidos a una dictadura de sol y playa.

«No, no estoy cansada de contar siempre lo mismo, porque hay muchas cosas que contar —insiste Helia González—; con el tiempo he ido recordando más y dándole más sentido a lo recordado. No es aquello de la niña que se va un día con sus padres en un tren, sobre las cinco de la tarde, y se une a esa cola interminable de pasajeros hasta que pudimos embarcar». 

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Cada uno de los detalles que recuerda Helia cobran más sentido cada día que pasa y hoy conforman la historia de la ciudad, la suya, Elche, y la de Alicante. Su vivencia, como la de otros ciudadanos, comenzó en el andén de la antigua estación de Elche, cuando aún las vías no estaban soterradas : «Había muchísima gente en el andén, esperando, jugando, pasándolo bien… Y vimos a una sobrina de mi madre, de unos quince o dieciséis años, que se quedó extrañada al vernos; no se esperaba que nos marcháramos». El padre de Helia había llevado ese asunto  a escondidas y coordinó la huida de su familia con Julio María López Orozco, un médico que, como su padre, militaba en el Partido Republicano: «Mi padre llegó un día del frente y al día siguiente, ese 28 de marzo, cogimos el tren en dirección a Alicante».

Helia tenía cuatro años y tres meses cuando sucedió todo pero aun así tiene muy vívido el recuerdo de los momentos de la espera y en el puerto: «El tren iba tan abarrotado que tanto a mi hermana como a mí nos tuvieron que meter por la ventanilla gracias a la ayuda de mi tío y don Julio». Apretujados realizaron el trayecto hasta llegar a Alicante, cuya estación de parada era entonces la de Murcia, que se encuentra en línea con el paseo del puerto; el edificio que ahora alberga la Casa Mediterráneo. Una vez llegaron a la ciudad, toda la familia se encaminó hacia el puerto para proceder al embarque para el Stanbrook, un barco mercante que venía a recoger naranjas, azafrán y otros productos que posteriormente distribuían por diferentes países de Europa. «El capitán Archibald Dickson decidió cambiar la mercancía por pasajeros al comprobar el estado de bloqueo del puerto y la muchedumbre que se encontró allí», recuerda aún vislumbrando la interminable cola de espera para embarcar.

Sin embargo, tendrían que esperar hasta las diez de la noche para subir a bordo pues, según explica, había más de tres mil personas embarcando en un espacio sin asientos y solo con cinco tripulantes coordinándolo todo, a las órdenes del capitán Dickson. «Fue un descanso llegar a la pasarela y tener asegurado que embarcábamos, después de las carreras, la turba… había muchísima gente joven ­­—recuerda Helia todavía preguntándose por la certeza o no de las palabras que escuchó sobre unos chicos­—. No sé cómo dijeron que el capitán les había exigido dinero, y que como no tenían suficiente, uno de ellos se fue a buscar, a ver qué vendía o de dónde lo sacaba… Y ese se quedó fuera, no pudo embarcar». Para ella fue una situación chocante porque «todo ese grupo de gente joven no podía dejar de comportarse como eso y, situados en un lateral del barco, al comenzar a movernos, rompieron a cantar "ya se va el vapor, el vapor, el vapor ya se va…"» y aún entonando la canción resalta: «¡Aquellos jóvenes se comportaban como si se fueran de excursión! No tenían conciencia exacta de la situación, de lo que era aquello». 

Una gravedad de la que Helia era consciente pese a su corta edad  pues su padre acababa de llegar del frente, y había vivido intensamente su ausencia durante la guerra. «Mi madre, en Elche, cada mañana salía para cambiar por comida los cigarrillos que mi padre le enviaba desde el frente. Unos cigarrillos que le correspondían y que él, en vez de fumárselos, nos enviaba para que tuviéramos algo con lo que comerciar. Recuerdo cómo mi madre deshacía los cigarrillos y después los volvía a rular con una maquinita que tenía, consiguiendo sacar de un paquete, dos».

«Habló con las autoridades del protectorado francés y consiguió que a las madres con niños nos alojaran en un sitio que estaban preparando para una colonia de vacaciones»

Una práctica que para Helia era consecuencia de esas redes de solidaridad que se tejieron en aquellos años y a las que en su opinión no se ha dado la suficiente importancia. Y es que, para que un paquete enviado desde el frente llegara a su destino era necesario que cada uno que volvía desde el frente se convirtiera en mensajero para sus compañeros que permanecían allí. Según indica, en el exilio esa solidaridad no fue igual. Para explicarlo recuerda cómo en Argel, en Orán, conocieron a una mujer de avanzada edad apellidada Martínez que tenía a sus hijos bien situados desde hacía tiempo allí ya que habían llegado en la anterior ola de emigración económica: «Vino a sacar del barco a todos los Martínez que había, diciendo que eran sus hijos. Y le preguntaban, "Madame Martínez, ¿cómo tiene usted tantos hijos?". Y ella, que era muy menudita, respondía con un "Aaaaah" cargado de picardía».

El trayecto en barco tampoco fue sencillo pues «mi madre, con mi hermana pequeña en brazos, y yo, estuvimos sentadas sobre un baúl de tapa redondeada, sin ningún tipo de estabilidad, y mi padre iba arriba y abajo buscando compañeros que se hubieran podido salvar también». Cuando parecía que nada podía ir a peor bombardearon el barco, sin llegar a alcanzarlo, pero en la cubierta que estaba sobre ellas  —como en una pasarela en la estructura que se alza en medio del buque— estaban situados unos chicos, entre ellos un norteamericano que se lanzó al suelo con tan mala suerte que «le dio a mi madre con la bota en el hombro, un golpe tan fuerte que le ha dolido toda la vida».

A pesar de esas complicaciones, la convivencia en el barco fue muy buena pues conocieron a personas con las que han mantenido contacto hasta hoy mismo. Entre ellos, a un matrimonio de Málaga cuyo marido murió en Argel, tras lo cual su mujer con sus hijos no quiso volver a España y marcharon a Francia. Volviendo al viaje, al llegar a Argelia se percataron de que el capitán se había ocupado de todo, como si las tres mil personas que iban en el barco fueran su familia: «Habló con las autoridades del protectorado francés y consiguió que a las madres con niños nos alojaran en un sitio que estaban preparando para una colonia de vacaciones. ¡Estaban acabando de pintarlo cuando llegamos nosotros! Un protectorado francés con la mentalidad ya de lo que después fue la Francia de Pétain». 

Las autoridades no tenían claro cómo debían tratarlos, según explica. Algo que también ocurría entre las familias, pues Helia recuerda cómo un familiar le decía a su padre: «Algo habrás hecho, Nazario, algo habrás hecho, si no, no es posible que te vengas con tu mujer y tus hijas, tan jóvenes, de esta manera». Tal fue la presión que su  padre estuvo decidido a ingresar en el campo de concentración, paso previo para ser reclutado para los campos de trabajo del Transahariano. Sin embargo, cuando ya lo tenía decidido «recibió una oferta de trabajo de una compañía de teatro, para él y para todos nosotros».

La ficción y la historia más real

Uno de los criterios más válidos para diferenciar la buena y la mala ficción es que mientras la primera amplía la realidad más allá de los límites del conocimiento empírico, la segunda se limita a sustituirla, a veces de manera inocente, a menudo de manera totalmente interesada. Para ello, la mala ficción se sirve de las zonas oscuras de la historia, de la falta de registros, de sucesos no demasiado conocidos para, la parte por el todo, convertir una cosa en otra, una anécdota en categoría, reprogramar la historia en la memoria colectiva.

A veces, también, la memoria utiliza las estrategias de la ficción para rellenar los huecos vacíos, para hacer más realidad lo real, para completar el contexto de lo recordado. Pasan los años y lo que podían ser solo flashes, imágenes estáticas, se convierten en escenas completas, en secuencias, hasta construir el relato completo de la vivencia. La ficción es una herramienta magnífica para ayudar a recordar, para ayudar a construir la memoria, individual y colectiva, para rellenar los espacios vacíos que han dejado ochenta años de ostracismo. 

Uno de los géneros que con más vitalidad está trabajando los testimonios, personales y documentales, es el de las diferentes generaciones de autores de cómic españoles, algunos de ellos activos desde los «dorados años ochenta». Es el caso del valenciano Sento Elena narrando la peripecia vital de su suegro, el doctor Pablo Uriel, un republicano al servicio del bando sublevado, intentando sobrevivir. O los recientes trabajos de Antonio Altarriba, Kim o Alfonso Zapico, ilustrando la revolución asturiana o el exilio.

Entre ellos, el también valenciano Paco Roca publicó en 2013 Los surcos del azar. Esta novela gráfica recogía la memoria de algunos de los miembros de La Nueve, recientemente homenajeados en París, encabezados por la figura de Amado Granell, oficial republicano a bordo del primer vehículo blindado que entró en el París recién liberado de los nazis.

«Aunque existe bastante documentación, hay episodios muy dramáticos, como el del Puerto de Alicante, del que hay muy poca documentación sobre el tema, especialmente gráfica», EXPLICA ROCA

Sin ir más lejos, en el epílogo de la obra de Paco Roca, Robert S. Coale cuenta cómo tras sus primeras búsquedas, encontró una curiosa fotografía en color de soldados en los Campos Elíseos en agosto de 1944 a los que por los uniformes y el origen del vehículo blindado en el que iban, se les identificó como estadounidenses. «Sin embargo, para quien supiera analizarlos, ciertos detalles desmentían esa interpretación. En primer lugar, el vehículo estaba bautizado con el nombre de una ciudad española: Santander. Segundo, uno de los tripulantes, con el puño cerrado, hacía el saludo del Frente Popular, que, digamos, no era un gesto muy frecuente entre los soldados norteamericanos, y por último, al lado del conductor ondeaba una reducida bandera tricolor; rojo, amarillo y morado. En definitiva, no eran norteamericanos, ni siquiera franceses, sino exiliados republicanos de la División Leclerc». Esta imagen que narra Coale es el punto de llegada; el punto de salida de Amado Granell y parte de sus compañeros de la División Leclerc se encuentra de nuevo en Alicante, en la espera del 28 de marzo de 1939, y en el Stanbrook, ilustrado magníficamente en las cuarenta páginas iniciales de Los surcos del azar.

Allí, Roca recrea la espera de la que hablaba Helia González: la llegada del Stanbrook, el bloqueo por los buques del ejército sublevado, la sensación de derrota, los comportamientos individuales y colectivos. «Pasa mucho con la Guerra Civil y la posguerra que, aunque existe bastante documentación, hay episodios muy dramáticos, como el del Puerto de Alicante, del que hay muy poca documentación sobre el tema, especialmente gráfica», comenta Roca. El artista incluso entiende la ausencia de fotógrafos y periodistas en momentos tan dramáticos como ese, pues «no era la batalla en sí, por lo que no había esa intención de retratarlo, cuando en realidad era un episodio crucial; era el final de la Guerra Civil».

Sin embargo, finalmente consiguió un par de fotografías, una de ellas esa imagen panorámica que da una idea real de la cantidad de refugiados que esperaban los barcos; y otra de cuando ya habían entrado las tropas italianas. Esa ausencia gráfica hizo que tuviera que imaginar a través de los testimonios, de los que sí hay más registros aunque considera que al no ser instantes documentados gráficamente en el momento «esa amnesia colectiva a la que parece que nos ha obligado la Transición, ha hecho que no se haya profundizado lo suficiente en tratar todo ese legado testimonial». Para Roca, un momento tan dramático como aquel, con miles de personas hacinadas en el Puerto, acarreando ya la miseria acumulada recuerda la situación de «los sirios ahora mismo, huyendo de una guerra» y, en aquel caso, «una guerra ya perdida, sabiendo de las represalias que el ejército vencedor estaba haciendo en otros lugares. Era el síntoma de lo que iba a ser después, con el gobierno franquista, sin perdón ni clemencia hacia los perdedores».

Una de las imágenes más impactantes de las recreadas por Roca es la de un oficinista, todavía enfundado en su traje y su corbata, que fuma su último habano, extrae de su cartera de cuero una navaja barbera y se rebana el cuello, tras no haber podido subir al Stanbrook y ser consciente de que ningún barco más llegaría a rescatarlos. «Hay muchos testimonios de suicidios, de no saber qué iba a suceder pero temerse lo peor. Aun así, no ha sido fácil alcanzar determinada información. Los historiadores siguen teniendo problemas para acceder a partes de la historia. La ficción sigue teniendo un terreno muy amplio que aportar a la reflexión, mientras sigamos viviendo en una democracia con ciertas peculiaridades, donde todavía se debate si es pertinente sacar el cuerpo de Franco del Valle de los Caídos o donde partidos democráticos de derechas se posicionan en contra de decisiones que deberían ser compartidas por todos los demócratas. Y el cómic es uno de los géneros que tal vez más y mejor se están acercando a este tema», expresa Roca. 

Y vuelta a empezar

La supervivencia adopta los caminos más peregrinos, pero también repite patrones de manera cíclica, cruel y alejada de aquella máxima bienintencionada que intenta no volver a sufrir los vaivenes de la historia en la carne de los más débiles. Una historia que Helia González ve en las caras de los exiliados del Aquarius, en el trabajo de los voluntarios del Mediterráneo, herederos del espíritu de aquel capitán Dickson que en breve tendrá también un homenaje en Elche, ciudad de origen de las personas que salvó —ya se ha realizado uno en Alicante—. Tal vez en un futuro estos voluntarios tendrán su recompensa con el reconocimiento de la sociedad europea a su voluntad.

Para la ilicitana, todo lo que se está viviendo ahora mismo en los flujos migratorios del Mediterráneo, en las personas que huyen de la guerra de Siria, de Oriente Medio, de África, es lo mismo que vivió ella en el Stanbrook. «Cada uno con su situación particular, pero al final es gente que viaja a países desconocidos, a veces niños solos, y parece que les estamos dando mucho, aún hay a quien le parece que nos están invadiendo… Y yo esa sensación ya la conozco, es lo mismo que nos pasó a nosotros. Nadie deja su casa, su país, su familia, sus amigos -—si es que todavía sobreviven-— porque sí. Lo que ocurre es que todavía mucha gente aquí mantiene la postura de que aquello pasó nadie sabe por qué y es mejor dejarlo en el olvido. Y por eso no encuentran el paralelismo con la situación actual». 

* Este artículo se publicó originalmente en el número 47 de la revista Plaza

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