Adscrito de manera sistemática a las novelas de espías, el británico ha demostrado ser sobre todo un narrador de nuestro tiempo; el cine vuelve a aproximarse a su talento en la amena ‘Un traidor como los nuestros’
VALENCIA. Hay pocos escritores contemporáneos que hayan sido adaptados tanta veces al cine, y menos aún que gocen del predicamento que tiene él entre buena parte de la crítica y el público. Los autores normalmente o venden muchísimo o tienen buenas críticas. David John Moore Cornwell (1931), más conocido por su nombre artístico John Le Carré, es de los pocos que puede presumir de contar con buenas críticas y mejores ventas. Autor de algunas de las novelas de intriga más interesantes del tránsito entre siglos, ex profesor de Eton y ex miembro del servicio secreto británico, Le Carré se ha significado por su talento para urdir tramas atractivas sobre temas de actualidad. Con un estilo a mitad camino entre el cronista y el escritor convencional de best sellers, sus trabajos son siempre sugestivos y tienen la difícil virtud de entretener y gustar a personas de toda condición.
Su talento ha llamado la atención de productores y cineastas prácticamente desde su irrupción como escritor. Le Carré tiene un amplio historial de traslaciones a la pantalla grande y a la televisión que van desde la primigenia El espía que surgió del frío (Martin Ritt, 1965) a la extraordinaria El topo (Tomas Alfredson, 2011), pasando por productos tan meritorios como El sastre de Panamá (John Boorman, 2001) o El jardinero fiel (Fernando Meirelles, 2005), otros más convencionales como Llamada para un muerto (Sidney Lumet, 1966) o La casa Rusia (Fred Schepisi, 1990), y unas pocas versiones abiertamente fallidas como La chica del tambor (George Roy Hill, 1984). En algunas, muchas, se ha conseguido rayar a la misma altura que la novela de la que se partía, un detalle que refleja la calidad como argumentista del ex espía.
Este viernes llega a los cines españoles la última versión de una obra suya. Un traidor como los nuestros es una novela publicada en 2010 y aunque no es una de sus grandes obras mantiene el pulso y la tensión que ha hecho de Le Carré un escritor de referencia para varias generaciones de lectores en todo el mundo. A partir de un improbable encuentro y amistad sobrevenida entre una pareja de británicos, un profesor y una abogada, y un mafioso ruso que quiere entregarse a cambio de información sobre blanqueo de dinero, Le Carré aprovecha para realizar un viaje por la Europa actual, con paradas en el yate de un millonario anclado en aguas del Adriático o en la final masculina de Roland Garros de 2009 entre Soderling y Roger Federer. En esta última introduce en la trama con completa normalidad la presencia del estrambótico Jimmy Jump en la pista central, así como una divertida confusión entre la bandera de España y la del Barça.
La película no es una adaptación fiel a la letra, lo cual no tiene por qué ser un problema ni lo contrario. Lo de las adaptaciones es como el mercado; cada uno lo cuenta según le va. Además, en esta ocasión Le Carré consta como productor ejecutivo, una figura que ya ha ocupado en otras adaptaciones recientes como la de la encomiable El hombre más buscado (Anton Corbijn, 2014), que supuso el adiós al inolvidable Philip Seymour Hoffman. La presencia de Le Carré en esas funciones garantiza un producto que se ajuste a sus intenciones, a sus premisas, y que refleje su ideario; y eso no significa traducir la novela a imágenes tal cual. Es cierto que Un traidor como los nuestros, que dirige la cineasta británica Susanna White, lo logra a medias y no consigue retratar como la novela la doble moral y el cinismo de los políticos (y la sociedad) hacia el dinero negro del crimen organizado, pero al menos sí esboza nítidamente esa mezquindad institucional.
White, que evidencia aquí un talento visual innegable, se apoya en un sintético guión de Hossein Amini en el que se dan cita todos los recursos conocidos. Amini, británico de origen iraní, fue nominado al Óscar en su día por la adaptación de Henry James Las alas de la paloma (Ian Softley, 1997), y tiene en su haber otras adaptaciones tan brillantes como la de Drive (Nicolas Winding Refn, 2011). En su trabajo ha tenido que serle infiel a la novela de Le Carré en detalles muy llamativos, entre ellos quitar aspectos melodramáticos y algún personaje, así como realizar concesiones al mainstream, alguna bastante cuestionable.
Por supuesto en la película no aparecen ni la final de Roland Garros ni Jimmy Jump, uno de los grandes momentos del libro sacrificado. El encuentro mismo entre el mafioso ruso y la pareja británica se traslada y si en la novela discurre en Antigua, la pequeña isla caribeña, en la película acontece en Marrakech; un cambio aparente, sí, pero insustancial a la hora de la verdad ya que no afecta a la historia. Otro tanto pasa con los escenarios de otras de las secuencias. Son alteraciones nimias que en realidad lo que vienen a demostrar es el interés con el que el guionista y la directora han afrontado el material de Le Carré, ya que han necesitado encontrar sus propias referencias. Que lo hayan conseguido o no es otra cuestión.
Un traidor como los nuestros es sobre todo una auténtica exhibición de poderío industrial por parte del cine británico, con un reparto de los que para sí quisieran algunas superproducciones. Ewan McGregor, el héroe británico de nuestro tiempo, a la espera de que regrese con la secuela de Trainspotting, se marca un personaje que recuerda mucho al de El escritor (Roman Polanski, 2010). Junto a él un más que lúcido Stellan Skarsgård (con acento ruso, como mandan los cánones), el siempre eficaz Damian Lewis evocando las maneras de James Mason en el papel del atormentado y estricto Hector (rejuvenecido respecto al libro), y una Naomie Harris que consigue dar forma al personaje de Gail. El desempeño de todo el elenco queda reforzado por la fotografía de Anthony Dod Mantle, quien logra captar momentos de una gran belleza.
La competencia técnica e interpretativa no es bastante empero para darle originalidad a las partes más previsibles del relato. Asimismo, y pese a la belleza de algunas de las secuencias, White no puede evitar caer en rutinas televisivas (es una de las mejores realizadoras de series del momento) que, aunque tampoco desentonan en el conjunto, sí que minimizan su en algunos momentos atinada caligrafía visual. Sobre el film pende en todo momento una cierta ligereza que le resta valor. El mismo hecho de que el propio Le Carré aparezca en una secuencia realizando un cameo como ujier, habla de que esa liviandad podría ser buscada.
Sea como fuera, el gran pero a nivel narrativo es que queda diluido el tema de fondo de la historia, la impunidad con la que los delincuentes están legalizando las ganancias de sus crímenes merced a la aquiescencia de los poderes fácticos. Así, en el libro la reflexión cínica sobre el dinero negro se reserva al jefe de los espías británicos, quien en una conversación el personaje de Hector le hace ver el reverso de la moneda: “(…) A fin de cuentas, si nos paramos a pensar, ¿qué hay de malo en convertir dinero negro en blanco? Sí, de acuerdo, ahí fuera existe una economía alternativa. Y de consideración. (…) Así las cosas, ¿dónde preferirías ver ese dinero? ¿Negro y circulando por ahí? ¿O blanco y depositado en Londres en manos de hombres civilizados, disponible para fines legítimos y por el bien público?”. Este tipo de dilemas prácticamente quedan reducidos a la nada en la película, en pos de incentivar los aspectos más dinámicos de la intriga.
Es por eso que se da la paradoja de que al dotar de mayor ritmo a la trama, la apuesta de minimizar las disquisiciones intelectuales hace que se pierda una de las virtudes de la novela. No es algo que afecte mucho al conjunto, pero sí lo bastante para hacer que Un traidor como los nuestros sea una película menos densa de lo que merecía y podía ser. El resultado final es un largometraje ameno, interesante, con secuencias muy logradas como la del tiroteo de la cabaña que no vemos, sólo intuimos a través de los ruidos y las miradas aterrorizadas de los que se hallan escondidos en un sótano, y que se continúa después con una pelea en el bosque menos lograda. Por eso, con todo y con sus defectos, el largometraje de White es un producto más que digno, una apuesta segura para pasar una tarde entretenida, al tiempo que nos recuerda que no es una frase hecha el axioma que sostiene que los peores delincuentes son los que llevan los mejores trajes.