“Queremos impulsar el turismo en el municipio”, espetó un alcalde con el que coincidí en una tertulia televisiva. Mi subconsciente, al instante, pensó que ya estabamos otra vez con lo mismo. Hay una obsesión por parte de nuestros dirigentes de impulsar el atractivo turístico de las urbes; se han convertido en un producto que vender en el mercado, como escribe Jorge Dioni en El malestar de las ciudades.
Parece que no hay otra alternativa a la economía que masificar nuestros espacios. “No se puede ni andar por la calle”, se escucha en el ambiente de cada vez más ecosistemas urbanos. El otro día mi tía Rosa le dijo a mi padre que ese tsunami multitudinario había llegado a León. Es lo que tiene cuando una región en la que su industria predominante era la minería y no ha sabido reinventarse. Zonas en las que su pulmón económico ha caído en la obsolescencia se han visto abocadas a exprimir al máximo su patrimonio cultural o paisajístico para estimular la economía. La acogida de visitantes es la última esperanza de unos dirigentes que se niegan a buscar alternativas para impulsar sus municipios. Han transformado las ciudades en parques temáticos para los turistas, les dan igual los residentes. Favoritismo hacia los que dejan su dinero porque de algo hay que comer, quizá tendrían más consideración hacia sus vecinos si el desarrollo económico no dependiera de la llegada de millones de domingueros. El problema es que buscan la cantidad por encima de la calidad. Apuestan todo al rojo del turismo en lugar de diversificar el mercado en otras opciones.
Entiendo que haya lugares que debido a su alto interés turístico se enfoquen en ese sector, el problema viene cuando te encuentras a gobernantes que quieren masificar sus municipios pudiendo buscar otra alternativa. El otro día leía una entrevista a un representante de la sociedad civil de un municipio de la Comunidad Valenciana y este se lamentaba de no ser un reclamo turístico como lo eran sus vecinos; curiosamente, cuando uno habla con los lugareños de esa ciudad se alegran de no tener el turismo desenfrenado que tienen las ciudades colindantes. Hay gente que está encantada de poder vivir tranquila, de sumergirse en la vida contemplativa y pasear sin tener que adentrarse en una masa de gente; saben que si sus calles se convierten en un reclamo su calidad de vida empeorará. Atrás quedaron los tiempos en los que uno podía explorar el casco histórico de la ciudad, ahora la pereza te vence al comprobar cómo la calma del pasado se ha convertido en un caos de viandantes. La manía persecutoria de convertir todos los espacios en atractivos turísticos está haciendo las ciudades inhabitables.
Hasta el último y recóndito municipio no tiene porqué ser turístico, no sólo por que tenemos derecho a desconectar de la masificación, sino porque estamos dejando de lado otras fuentes de financiación muchísimo más prósperas; como sigamos con este fetiche nuestra economía va a depender más que nunca del sector servicios y engrosamos las listas del paro de unos titulados que aspiran a ser profesionales liberales en un país de camareros. Todavía hay genios que se preguntan el motivo por el que cada vez hay más graduados que se marchan de las provincias a las grandes urbes. No salen de un bucle en el que quieren que los jóvenes se queden mientras hacen depender la economía de la restauración; cerremos las universidades y abramos escuelas de hostelería , esa es una opción, la otra pasa por diversificar el mercado y reconvertir la industria. Nuestro país es mucho más que sol, playa, paella y sangría.
España, país de vacaciones, dígame.