VALÈNCIA. Cuando trabajé en una cadena televisión descubrí muchas cosas, pero una en concreto me llamó mucho la atención: el ansia por aparecer en pantalla. Para muchos profesionales que se incorporaban en puestos dispares, el objetivo era salir. Daba igual si en un directo sobre inundaciones o a las puertas del Congreso: salir. Incluso a muchos también les daba igual si era un reality o en informativos. La cuestión era salir. Ser visto en pantalla era el éxito.
No deja de ser lógico que ocurra algo así dentro de la profesión periodística. Si la televisión es una vocación, para satisfacerla lo primero será salir en ella, luego ya veremos. Los puestos de segunda línea que sostienen todo el trabajo que se ve en pantalla, en principio, no representan tanto el gran objetivo. En el papel no es que difiera mucho. En su día, recuerdo a un estudiante de periodismo orgulloso enseñando a sus compañeros lo bien que le había quedado la parrilla de televisión que le había encargado realizar un diario deportivo. La traía cada día y preguntaba inocentemente: "Mira, qué te parece". Lo primero era ver tu nombre en letras impresas, luego ya veríamos.
Sin embargo, lo de salir en la tele era un hecho diferencial. Desata bajas pasiones. Convierte al Doctor Jekyll en Mister Hyde. Tanto los sueños con alcanzar el lugar delante de la cámara como luego la lucha por mantenerse. Se dice que la exposición a las cámaras desgasta, que es una lucha sin cuartel y que, si se aguanta lo suficiente, es decir, si se logra el éxito de establecerse, como maldición trae que se vuelve uno loco. Ahora que los profesionales que aparecen en televisión ya no son tan conocidos por la fragmentación de las audiencias y el declive de la tele convencional, supongo que ese aventamiento se dará en menor medida, pero antaño se comentaba en la profesión que el riesgo de verse afectada la estabilidad mental de una persona era elevado.
En mayor o menor medida, las series y películas de periodistas han mostrado estos fenómenos. Además, los periodistas también se han colado en las series de políticos. Es lógico, no se entienden los unos sin los otros. A esto hay que sumar que solo hay algo que supere el enamoramiento que el periodista siente por su profesión, el enamoramiento por las noticias que da. Se trata de un amor romántico que, como bien se esgrime en múltiples foros, puede parecer muy bonito en apariencia pero encierra facetas tóxicas y tenebrosas.
Toda esta chapa para decir que, donde hay series de periodistas, hay riesgo de grima. Sin embargo, esto no sucede ni por asomo en The Newsreader. Personalmente, no he llegado a ella por periodista, sino por espectador aburrido. Estaba viendo tranquilamente la segunda de Upright. La primera, como comentamos aquí, era una propuesta muy original y divertida. Además, con un argumento que se cebaba en la crisis de la edad adulta de la Generación X. La que dominó los años 90 y todavía no ha logrado superar la contradicción de que lo alternativo fuese mainstream. La segunda, en Filmin está, ya no es lo mismo, pero solo por el humor procaz australiano, con los chistes sobre fetos de la protagonista, ya merecía dedicarle tiempo.
Al acabar, mi desesperación era tal que lo siguiente que me puse tenía como premisa provenir del mismo país. Ya antes, otra australiana, Please Like Me te podría gustar más o menos, pero no era en absoluto convencional. Igual que Mr. Inbetween, Todas tienen algo qeu las hace distintas. Aparte, me caen bien los australianos y me gustan sus expresiones culturales populares, particularmente su rock. Dicho todo esto, la elección de The Newsreader la hice de forma acrítica y, es bastante gracioso, no pude acertar más.
Trata de un informativo de televisión y parte de todos los personajes estereotipados de un espacio de esas características. Cámaras aburridos, productores agobiados, directrices en busca de audiencia que frustran a los periodistas que quieren dar temas relevantes más que atractivos, ambiciones varias y los típicos presentadores, hombre con canas con mujer más joven al lado.
El primer enamoramiento con la serie entra por su fotografía y ambientación en 1986. Son unos años 80 perfectamente creíbles. La ropa está adquirida en subastas de bienes de personas fallecidas en Melbourne a causa de la pandemia. Y está rodada con objetivos PVintage que están basados en los Panavision Ultra Speed de los años 70. Los que fueron testigos de la década sabrán reconocer la imagen. La música, que es un recurso más fácil, también está cuidada.
No obstante, lo mejor está en que la personalidad de los protagonistas tiene una presentación moralmente ambigua. Es interesante cómo de sus rasgos de carácer se puede obtener lo mejor, audacia informativa, y lo peor, falta de escrúpulos, según el caso. Es interesante cómo la competencia, el dinero, la exigencia de audiencia cada noche y la ambición personal sitúa a los personajes constantemente sobre el filo de la navaja de la ética. No solo mientras elaboran la información, sino en algo más mundano y no exclusivo del periodismo como los afectos e incluso las relaciones sentimentales.
Es interesante la época en la que se ha situado la serie, porque es el momento de gran explosión de la televisión. Hasta los 80 era un medio poderoso, pero a partir de ahí, se convirtió en una deidad, al menos hasta la aparición del streaming y su fragmentación de las audiencias. Un ser todopoderoso, la televisión, que nos decía cómo pensar, vestir y, en general, consumir, pero también un lucrativo negocio. Una industria muy poco compatible con el periodismo o con la información relevante. Esas grietas que empezaron a aparecer causadas por el dinero es la época en la que se sitúa The Newsreader. Una gran idea porque permite mostrar más la cara B de cada personaje.
¿Recuerdan aquel tuit de Rosa María Artal que decía "Me quitaron un puesto en TVE por una puta jovencita"? Pues en la primera temporada de The Newsreader tenemos la versión masculina. El presentador con canas, que estuvo en Vietnam, se agarra con uñas y dientes a su sillón e intenta boicotear cualquier intento de relevarle por rostros más jóvenes. Su retrato está elaborado con todo detalle, con gran profundidad. Igual que el de su mujer, que maneja sus hilos.
De todos modos, las trama principal trata sobre la homosexualidad. Se muestra cómo era, sin tapujos, cómo con el sida se consideraba a los homosexuales culpables o responsables de extender la enfermedad. Eso que tantas veces se ha contado de no querer ni estar bajo el mismo techo de un enfermo de sida, aparece tal cual. Al mismo tiempo, uno de los protagonistas intenta luchar contra su homosexualidad. Tal vez sea algo que suene extraño hoy, pero hace tan solo un cuarto de siglo muchos gais intentaban con todas sus fuerzas no serlo. Esa batalla personal también está detallada y excepcionalmente interpretada por Sam Reid. Personalmente, me ha recordado a nuestro David Fischer de A dos metros bajo tierra. Aunque no es el único personaje que transmite. La serie no da puntada sin hilo, el guión es frenético y el guión está lleno de curvas peligrosas. Un placer verla del tirón.