Opinión

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LA ENCRUCIJADA

Estética y ética valencianas ante la nueva crueldad

Publicado: 30/12/2025 ·06:00
Actualizado: 30/12/2025 · 06:00
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Las fiestas en las que nos encontramos comenzaron con el solsticio de invierno. Un momento del año en el que el anochecer retrocede y el amanecer se anticipa. Tras el peregrinaje hacia la oscuridad que se produce durante las estaciones de verano y otoño, el nuevo solsticio nos ampara con la creciente fuerza de su luz. Un cambio que, desde antiguo, fue anotado como fecha propicia para el pago de los arrendamientos de la tierra y el cumplimiento de otras obligaciones. Nadal y Sant Joan eran los polos contractuales. Una rutina que se enmarcaba en semanas abocadas a la celebración de festividades y conmemoraciones. 

El avance de la luz sobre la oscuridad, esa batalla recurrente que excita los sentidos y nos aproxima a la primavera, se percibe con particular intensidad al lado del Mediterráneo. Sorolla nos reinventó la luz o, al menos, nos hizo conscientes de la peculiar luminosidad del cielo valenciano, en claro contraste con las oscuridades y la dureza paisajística pintadas por artistas como Ignacio Zuloaga. No sorprende que Miguel Unamuno, vasco como éste, se sintiera tan cerca del arte de su paisano y tan alejado de Sorolla: “Levantinos, os puede la estética”, es la frase (y la descalificación) que se le atribuye. Menos mal que el diario “El Mercantil Valenciano” remuneraba generosamente los artículos que le publicaba. A saber los sambenitos que nos hubiese atribuido en caso contrario.

Marchar hacia la luz invernal con optimismo representa un propósito que, en nuestro caso, no sólo emana de la ruta del astro solar, sino de su influencia sobre nuestras percepciones. Entramos en enero y, poco a poco, minuto a minuto, salir de mañana a la calle o regresar al hogar por la tarde se hace más llevadero y hasta placentero. Son las pequeñas cosas de la vida cotidiana que nos reconfortan, como lo hace sentarse a mediodía en una plaza o jardín, en una terraza o en un patio y experimentar el calor del sol recién estrenado, la timidez de esa tibieza que, con paso lento pero constante, nos conducirá al desbordamiento de la calidez primaveral. 

Asimismo, en otros órdenes de la vida, los seres humanos hemos procurado reconducir los hielos de las relaciones entre países hacia zonas cálidas en las que se diluyera su frialdad. El siglo XX ha sido testigo privilegiado de la trayectoria que nos ha conducido al multilateralismo. Un despertar de la conciencia política frente a la tiranía de las fronteras nacionales. No es necesario detenerse en la explicación de lo que supuso, en su momento, la creación de la ONU, del FMI y el Banco Mundial, del GATT que precedió a la actual Organización Mundial de Comercio, los acuerdos de París sobre el cambio climático o la aprobación del Tribunal Penal Internacional. 

Incluso, si vamos más allá de los grandes hitos anteriores, podemos encontrarnos con acuerdos que han dado lugar al establecimiento de estándares compartidos para conseguir la seguridad de los vuelos y el movimiento de buques o de vehículos terrestres. Estándares para que los teléfonos móviles, con independencia de quién sea su fabricante, puedan comunicarse entre sí. Normas compartidas para asegurar el intercambio de energía eléctrica, la seguridad de las plantas nucleares y las existentes en un terreno tan alejado de aquéllas como son las que regulan la práctica deportiva.

Los países y organizaciones internacionales han invertido un tiempo inconmensurable en la negociación y concreción de los acuerdos anteriores, adoptando el multilateralismo como principio y método. Una orientación bien distinta del unilateralismo y el bilateralismo que predominaban con anterioridad. Una forma sabia de evitar que el poder de unos países y la debilidad de otros desembocara en resultados regidos por la regla bárbara de ganadores y perdedores, de dominantes y dominados. 

El siglo XXI debería haber sido capaz de continuar aquella senda. Más aún cuando la interrelación entre las distintas comunidades humanas se torna más intensa a causa del calentamiento global, las pandemias, los movimientos migratorios, la ahora modulada globalización de algunos fenómenos económicos y el surgimiento de inmensos monopolios tecnológicos con elevados niveles de opacidad. En cambio, lo que se asoma es lo contrario: la búsqueda de la ruptura del multilateralismo, encabezada por Donald Trump y secundada por sus marionetas. Un propósito que no sólo contiene aspiraciones de ámbito mundial, sino también regionales, como la dilución de la Unión Europa, o ambiciones locales, como la absorción de Groenlandia.

La consecuencia es el desorden, la imprevisibilidad que alimenta la incertidumbre, la recuperación de la potencia económica y militar como argumento principal y un odioso desprecio hacia las convenciones humanas que proporcionan estabilidad, seguridad y facilidades para la convivencia pacífica de los pueblos. Tras tales efectos, y la personalidad psicópata de sus causantes, resuena la palabra crueldad. Crueldad hacia los inmigrantes, los discrepantes, los científicos, los pobres, los sindicatos, las universidades, los pacifistas, los parados, los grupos religiosos que predican la igual dignidad de las personas… Unos con sus armas, otros con sus motosierras, los de más allá con discursos que pregonan la sumisión al odio, anhelando que nos transformemos en individuos sin criterio propio, agresivos y despreciadores de la diversidad humana. Unos en las calles y otros en los centros de gobierno, regateando asistencia médica a los ancianos afectados por la COVID y a los enfermos que no generan suficientes beneficios en los hospitales.

Resulta difícil conciliar la capacidad expresiva de la luz mediterránea y sus bondades con la crueldad y la aversión activa hacia el multilateralismo. Es el mundo de los sentidos agradecidos frente a la crudeza de la barbarie. A los valencianos nos falta, -démosle algo de razón a Unamuno-, una combinación equilibrada de estética y ética. La primera nos envuelve en una atmósfera autocomplaciente y ensimismada que nos aleja de lo ajeno, aunque esa “ajenidad” se encuentre a la puerta de nuestras casas. La ética nos conduce no sólo a pensar nuestra relación con lo más próximo: también contribuye a intensificar la plasticidad de nuestra percepción del mundo externo. Externo, que no alejado, porque ya hemos visto que poco de lo que ocurre en este pequeño planeta merece la ociosidad de resultarnos extraño. 

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