El Mal no toma vacaciones. Siempre está ahí, esperando su negra oportunidad. El Mal se esconde tras causas religiosas y políticas, agitadas por fanáticos. La sangre de los inocentes riega las páginas de la historia.
A finales de septiembre fui a ver Vencer o morir, dirigida por Paul Mignot y Vincent Mottez. Éramos veinte espectadores en la sala del único cine que la proyectaba en València. La película francesa, que ya no se exhibe, pasó sin pena ni gloria. Sospecho que lo mismo ocurrió en las pocas capitales donde se haya proyectado.
Vencer o morir es cine histórico, bélico. Recrea el levantamiento de la región de la Vendée contra la República francesa en 1793. Un ejército de defensores de la monarquía y la religión católica plantó cara a los revolucionarios de París. Lo comandaba François-Athanasse Charette, un oficial retirado de la Marina Real, al que da vida el actor Hugo Becker. Sus soldados eran campesinos y granjeros enfurecidos por el pago de impuestos (en la historia siempre tropezamos con una madame Montero) y la leva masiva de hombres.
La República francesa no calibró, al principio, la gravedad de esa rebelión. Sus dirigentes confiaron en que sería fácil aplastarla, pero no fue así. La guerra de la Vendée duró tres años (1793-1796). Viendo que no había manera de acabar con los vandeanos, calificados de "raza maldita", París decidió la masacre. "Destruid la Vendée" fue la consigna del poder.
El general Turreau, al frente de las doce columnas del infierno, se tomó la orden al pie de la letra. Sus soldados incendiaron todo lo que encontraron a su paso. En nombre de la Libertad, igualdad y fraternidad, el ejército republicano asesinó a 40.000 personas, muchas de ellas mujeres, niños y ancianos. Como no querían desperdiciar pólvora, los tiraban al río Loira, donde morían ahogados. La guerra de la Vendée se saldó con 200.000 muertos. La República impuso al final sus ideales revolucionarios. El cabecilla de los contrarrevolucionarios, Charette, fue ejecutado en Nantes en 1796.
Vencer o morir no es una gran superproducción, a lo Hollywood. Para eso está Napoleón, de Ridley Scott, que será estrenada en noviembre. Lo destacable de la película francesa, de factura digna pese a sus escasos medios, es servir de testimonio del pecado original de la Revolución francesa, precedente de los genocidios habidos en el siglo XX.
Con el recuerdo de Vencer o morir, y después de leer las crónicas de la guerra de Ucrania y ahora del conflicto entre israelís y palestinos, hago mía la idea de que la historia se parece a las morcillas: ambas se hacen con sangre. Con la sangre de los inocentes.
"El crimen es la última estación del viaje de los totalitarios. Da igual que maten en nombre de Alá, el proletariado o la raza"
El crimen es la última estación del viaje de los totalitarios. Da igual que maten en nombre de Alá, la dictadura del proletariado o la raza aria. El modus operandi es siempre el mismo: sacrificar a inocentes por nada. Porque esos supuestos ideales políticos o religiosos no se alcanzarán o si se alcanzan, el tiempo, sabio y tozudo, acabará por corromperlos deshaciéndolos en el polvo del olvido de la historia.
De la guerra de Ucrania y del conflicto de Gaza podemos imaginar su final, quiénes se impondrán por ser más poderosos, si bien cabe mantener abierta la puerta de la duda ante escenarios tan imprevisibles. De lo que sí estamos seguros es de que el pueblo —y entiéndase lo que se quiera por tal— será de nuevo el derrotado. Los padres perderán a sus hijos y los hijos se quedarán huérfanos, como dicta la ley de la experiencia. Habrá muertos, heridos y refugiados; la desesperación será el combustible del odio de futuras generaciones.
Los muertos de la Vendée, como los de Járkov, Tel Aviv y Gaza, no volverán a ver la luz del sol, ni abrazar a sus seres queridos. Alguien decidió que sus vidas carecían de valor. Recemos por el alma de todos esos santos inocentes, víctimas del poder del Mal, que nunca descansa.