Ya les avisé de que los de Vox iban a ser los pagafantas del Partido Popular, que se iban a derretir por entrar en el Gobierno de Carlos Mazón. A toda prisa, sin aspavientos ni tiranteces, los de Carlos Flores Juberías cerraron el acuerdo de gobierno en el primer cónclave; en dos horas y media de negociación se encendió la fumata blanca que bendecía un nuevo tiempo en la Comunidad Valenciana. El líder del Partido Popular en la región ha sido el primero de la clase en levantar la mano para darle su sí a Vox, circunstancia que puede desembocar en dos vertientes en el relato político de cara al 23-J: Feijóo se doblega ante la extrema derecha en la mente del argumentario progresista, o por el contrario, manifiesta su capacidad para castrar y atrofiar el impulso de la formación de Santiago Abascal.
Cuando Pedro Sánchez convocó las elecciones con alevosía y sin nocturnidad a plena vista de todos fue precisamente no sólo para pillar descolocado a sus socios, sino también para sacar tajada de los pertinentes y sucesivos pactos del Partido Popular con Vox; buscaba repetir la estrategia del 2019 de invocar al fantasma del fascismo, volver a sacar a Franco de la tumba. El quizá precipitado pacto de Carlos Mazón con Vox, sin medir los tiempos, pone en la picota a la imagen del Partido Popular en la mente de las conciencias nostálgicas apresadas por el terror hacia una derecha rancia a la que les recuerda Abascal y los suyos. Al llamar a los españoles a votar en verano con la hamaca en una mano y la papeleta en la otra, el Presidente del Gobierno piensa en el beneficio que le ofrece la aritmética del Congreso de los Diputados: la capacidad de sus aliados para cosechar un número de escaños en sus circunscripciones que puede ser fundamental para poder formar gobierno. Hablo de Esquerra Republicana y de Junts, o incluso de la destreza del PSOE de absorber todos los votos de esos nacionalistas que prefieren a Pedro Sánchez en la Moncloa y su estrategia de apaciguamiento, antes que a Vox y su ataque frontal al secesionismo. Por no hablar de la amalgama de siglas mezcladas en una candidatura en defensa de la España vaciada, una estructura nacida del apéndice de Teruel Existe, partido que lleva cuatro años siendo una muleta del Gobierno. Los socialistas saben que la demonización de los pactos del Partido Popular con los derechistas pueden ensanchar el marco plebiscitario y movilizar a aquellos que aparentemente tienen mucho que perder si “la derecha extrema y extrema derecha” llegan al gobierno y más teniendo en cuenta que corre el rumor propagado por la izquierda de que en las municipales Vox tenía el mismo programa electoral para toda España.
Sin embargo, el hecho de que Vox dé la sensación de ser demasiado endeble como a la hora de dar su brazo a torcer al excluir a Carlos Flores Juberías del Gobierno de la Generalitat Valenciana diciendo ¡Sí, bwana! al PP, puede hacer proliferar el mensaje de que Feijóo les tiene atados en corto y que les van a manejar como quieran. Vox debería haber opuesto mayor resistencia en esa prerrogativa; su candidato está condenado por violencia machista, sí, sentencia versada por un episodio del que se arrepiente el propio damnificado, no podemos caer en ese puritanismo que exilia del mundo al arrepentimiento. Un hecho de hace casi 30 años no puede lastrar la carrera de una persona; después no vale llenarse la boca con el principio de reinserción de los delincuentes como en lo de las listas de Bildu con terroristas incorporados. “El cinismo es el material del que está hecho el Siglo XXI”, escribe Jorge Dioni. Los Populares le han ganado la batalla a Vox, han montado todo este paripé a modo de exhibición de una aparente superioridad moral; lanzar la idea de que ellos van a dignificar a sus socios. Estrategia maquinada con el fin último de desmontar la ouija con la que Pedro Sánchez pretende invocar a los ancestros del fascismo. Génova busca esterilizar a Abascal, anestesiar su testosterona, inutilizar su relato; torear toda anomalía. Los de Vox deberían saber que Ciudadanos dejó de tener razón de ser en el momento que el electorado tuvo la percepción de que ya no era útil; correrán la misma suerte si no oponen más resistencia a los deseos de su socio. Los grandes negociadores de la transición siempre intentaban alargar al máximo las reuniones para que diese la sensación, aunque se hubiese llegado a un acuerdo en media hora, que se habían dilatado intensas horas de diálogo.
Un caos de sentimientos se baten en las mentes del elector dando forma y fondo al relato: la creencia de que Vox nos devolverá a los años cincuenta o la realidad de que serán meros mayordomos de los cortijos del Partido Popular.