Hijo de un judío alemán y de una madre católica irlandesa, el guionista radiofónico Arch Oboler rodó en 1951 una película independiente en su casa de Santa Mónica en la que se preguntaba qué pasaría tras un ataque nuclear. Fue la primera película de la historia que planteó un escenario tras el apocalipsis nuclear. La conclusión tenía una lectura sobre los Estados Unidos que habían derrotado a los nazis, pero seguían teniendo leyes racistas. Aquí no bastaba con que desapareciese la humanidad para que desapareciera el racismo
VALÈNCIA. Mientras arrasa las taquillas Oppenheimer de Christopher Nolan, la biografía del inventor de la bomba atómica, en casa podemos repasar las películas sobre las consecuencias de su ingenio. Un miedo que atenazó a la sociedad de la posguerra desde el día siguiente en que se bombardeara Hiroshima y Nagasaki. La película, así como el documental que hay disponible en Movistar, Oppenheimer: el dilema de la bomba atómica, trazan el perfil de un hombre contradictorio y lleno de matices. Tuvo intereses humanistas toda su vida, pero creó el mecanismo para la aniquilación de la humanidad.
Ese apocalipsis marcó el siglo XX. Está presente en la cultura popular de todas las generaciones que crecieron con la amenaza de que se podía acabar el mundo no solo por una escalada bélica descontrolada, también por un error humano. De hecho, eso pudo suceder en los años 80. Lógicamente, esa sensación se plasmó en el mundo del cine y en el de la televisión. Llegó un momento en el que se estableció su propio género, el cine postapocalíptico, donde se echaba a volar la imaginación en una nueva suerte de westerns o cine de aventuras. Al final, el miedo al fin de la sociedad encarnó múltiples amenazas, de la guerra nuclear al hecatombes ecológicas.
Sin embargo, en los inicios, ya en los años 50, varias películas trataron exclusivamente el apocalipsis nuclear. No era un tema menor: la posibilidad de despertarse y que todo el mundo hubiese muerto era real. La primera que apareció fue Five, traducida como Los últimos cinco, de Arch Oboler. Su director, que figura en las largas listas de olvidados de Hollywood, era hijo de un judío alemán y su madre era católica irlandesa. En sus primeros trabajos como guionista, ya había mostrado interés por los grandes problemas geoestratégicos. Su primera película como guionista, Escape (1940), iba sobre huir de la Alemania nazi antes de la guerra. En la siguiente, Pasaje al futuro (1943) unos trabajadores de la industria bélica recordaban cómo era su vida antes de la contienda.
Durante su carrera, en lo que más destacó fue en la radio y su cine, rápidamente, se inclinó a una vertiente de puro entretenimiento y evasión, sin embargo, entre medias estuvo Five, Los últimos cinco. La que fue la primera película sobre las consecuencias de un ataque nuclear tenía ya una serie de ingredientes que no tardaron en convertirse en canónicos. El más importante, el inicio de la historia a partir del hombre solo. El que sería el último humano, aunque siempre, también aquí, acaba encontrándose con otros.
El argumento que planteaba Oboler no estaba lleno de sutiles matices, era más bien moralizante y aleccionador, pero no dejaba de ser inteligente. La parte más interesante hoy es la de la confrontación de dos personajes, dentro de ese grupo de cinco supervivientes, sobre si volver a la ciudad o quedarse en el campo. Estas personas se han encontrado en un bosque, en mitad de la nada, al lado de una carretera, y han sobrevivido al bombardeo nuclear por diferentes motivos. Y en un momento dado, un personaje quiere volver a la ciudad. Está ansioso, porque al estar todo el mundo muerto considera que es como el cofre de un tesoro abierto de par en par.
Le interesa reunir a los humanos que queden, situarlos allí y empezar algo siendo él quien domine. Cuando por fin logra llegar a una ciudad, toda ella repleta de cadáveres, está muy feliz porque puede hacerse con montones de joyas. Su contraparte es el primer personaje que aparece, el que está solo y se las ha arreglado para sobrevivir concienciado ya de que nunca volvería a ver a nadie.
En su caso, sus posturas son aislacionistas y misántropas, considera a la condición humana algo repugnante que ha encontrado su destino, la aniquilación, y considera que lo mejor que se puede hacer es quedarse en las montañas. Hay un detalle más, claro, en las ciudades es donde se concentra la radioactividad.
Este debate entre los supervivientes viene acompañado de una discusión que no es en absoluto banal y que Oboler, dado su origen y lo que acababa de ocurrir en Europa, quiso introducir en su película. Al personaje que quiere volver a la ciudad y acumular riquezas, lo que le molesta de estar en el campo es que otro de los supervivientes es negro. Se niega a comer a su lado y la misma comida que él. En Estados Unidos, en los años 50, todavía había leyes para la segregación racial, algunas duraron hasta 1967, cuando se condenó a una pareja (negra y blanco) a un año de cárcel en Virginia por casarse.
El tercer elemento en discordia es la inmunidad, los supervivientes creen que, como aquellos a los que no mató la peste en la Edad Media, pueden tener algún tipo de defensa contra la radiación. Entretanto, no cesan los monólogos y las conversaciones pseudofilosóficas como si fuese un Tarkovski de serie B. Todo resulta demasiado naif, pero ahora, claro, cuando ya hemos visto decenas de versiones del mito del último hombre de la humanidad y no pocas sobre las consecuencias de un ataque nuclear.
La idea de la conclusión es tremendamente pesimista. Quizá, al ser esta película un proyecto independiente con muy bajo presupuesto, Oboler tenía algo más que decirnos y no tanta intención por hacer dinero. De hecho, rodó la película en su casa en las montañas de Santa Mónica. Porque la conclusión de su obra es que los defectos más nauseabundos de la condición humana, el odio al diferente y la codicia, no desaparecen aunque desaparezca la humanidad. La idea podía tener cierta doble lectura en el Estados Unidos que había ganado la guerra a los nazis, pero como se ha explicado, seguía siendo un lugar donde el racismo campaba por sus respetos. Un mensaje que desgraciadamente sigue siendo válido hoy.
Está producida por Fernando Bovaira y se ha hecho con la Concha de Plata a Mejor Interpretación Principal en el Festival de Cine de San Sebastián gracias a Patricia López Arnaiz