Cuando queman las Valls de Marina o los bosques del interior de Castellón, cuando veo en llamas bosques que conozco bien, no me apena tanto lo que se está perdiendo, y es mucho, como saber que, pese a los abundantes lamentos que se oyen, volveremos a las andadas, y habrá más Valls de la Marina, más Bejís y más tantos otros.
No se trata de limpiar los montes, el sotobosque no es basura; ni invertir más en extinción, siempre se llega al punto de que faltan medios; ni de prohibir por prohibir la actividades de los que todavía quedan en nuestros pueblos más cercanos a las sierras, exigir sin dar nada a cambio es profundamente injusto y contraproducente. La cosa va de gestionar nuestra ruralidad de otra manera. Esa es la clave. El abandono rural combinado con el cambio climático es una bomba de relojería. Y aunque no sea sencilla de desactivar, se pueden reducir sus efectos.
Para ello, y ese es el gran problema, hay que cambiar nuestras prioridades. Sí, cambiar prioridades. Algo que no veremos hasta que no modifiquemos nuestro modelo económico. Palabras mayores porque eso significa tocar intereses muy poderosos.
Hay que invertir en gestión forestal, facilitarla, en su sentido más amplio y no como negocio sin más. Igual que se gestiona el territorio cuando hablamos de urbanismo, hay que hacer lo propio con lo forestal. No de hoy para mañana pero empezar de inmediato. Poner dinero en desarrollar un economía rural potente, que fije gente en nuestros pueblos, que aporte músculo, resiliencia, a los ecosistemas. Sí, hay que pagar a nuestros agricultores, a nuestros propietarios rurales, a nuestros ganaderos. La sociedad ha de devolverles el servicio que representa cuidar de nuestros tesoros verdes, de nuestra biodiversidad, de nuestro suelo y nuestra agua. El capitalismo depredador vigente está arruinando el entorno porque todo lo sacrifica al crecimiento y, en este paradigma, cuidar la naturaleza no es negocio. El cambio de modelo pasa por un decrecimiento justo que ponga los cuidados, también los que precisa la naturaleza, como eje social básico.
Si lo comparamos con los veranos que nos esperan, este que estamos viviendo es el mejor que vamos a tener, y ya ven como nos está quedando. Una mala noticia tras otra. Los científicos nos anuncian, llevan tiempo haciéndolo, condiciones climáticas cada vez más extremas. Los lamentos de estos días, las tristezas desparramadas a través de las redes sociales o las reuniones de altas autoridades en puestos de mando cercanos a los fuegos tienen mucho de sobreactuación. Nada de todos eso va a salvarnos de lo que viene.
Cambiar el modelo económico no es una utopía, es una necesidad. Es la obligación, la principal obligación, de los gobernantes que están en los cargos para defender el interés general y no el de cuatro poderosos ante los que les tiemblan las piernas cuando les llaman por teléfono. No es sencillo pero, como muy bien dice un sabio amigo mío, las utopías empiezan a no serlo cuando se habla de ellas.
Nuestros tesoros verdes no se salvarán con tópicos, palabras huecas, frases de madera y lágrimas de cocodrilo. Se salvarán si les damos vida, si gastamos en su protección lo que hoy despilfarramos en otras cosas. Menos soldados y más biólogos, menos deducciones fiscales para los que van sobrados y más ingenieros forestales, menos fondos buitres y más técnicos de medio ambiente, menos especuladores financieros y más agentes forestales, menos propaganda y más ganaderos, menos asfalto y mejores bosques, menos protección a los grandes supermercados y más a las personas que trabajan el campo, más campo y menos puertos. Menos lágrimas y más cumplir lo que se promete. Menos burbujas de renovables a costa del territorio y más hacer realidad compromisos como el Fondo Forestal, el Pacto por los Bosques o la Estrategia contra la Despoblación Rural. Menos caras de circunstancias y más valentía.