Parece que fue ayer, pero no: ocurrió hace 30 años. Se celebraban las Olimpiadas de Barcelona 92, que tanto habían costado; primero, para triunfar con la candidatura, y después, para organizar los JJOO y que todo saliera bien, como sin duda salió. Por un lado, porque fueron unos Juegos bien organizados, que dejaron muy buen sabor de boca y, sobre todo, contribuyeron más que ningún otro acontecimiento a mostrar al mundo una España moderna y creativa, alejada del oscurantismo siniestro del franquismo y de la historia negra española. También pusieron en el mapa internacional una ciudad, Barcelona, para la que hubo un clarísimo antes y después de los JJOO, propiciando que muchas otras ciudades españolas buscaran -con mayor o menor éxito- emular el modelo, basándose en algún macroevento que pudiera funcionar como motor de la transformación del entorno urbano y la imagen proyectada al exterior.
Además, en el plano deportivo los Juegos también fueron un éxito. Para el deporte español, sin duda, pues se rompió la cultura de la escasez a la que estábamos acostumbrados, pasando de una o ninguna medallas a más de veinte, trece de ellas de oro (registro aún no igualado). Desde entonces, el deporte español se ha mantenido en unos guarismos más acordes con el peso específico del país y su inversión en deporte. Para el deporte en su conjunto, aunque no fueron unos Juegos Olímpicos particularmente pródigos en récords (que yo recuerde), sí que tuvieron momentos irrepetibles. El más importante de todos, desde mi punto de vista, fue la incorporación, por primera vez, de los profesionales de la NBA a la selección de baloncesto de Estados Unidos para participar en los Juegos Olímpicos. Dicha incorporación permitió congregar una generación irrepetible de jugadores en Barcelona (Michael Jordan, Magic Johnson, Larry Bird, ...), y además contribuyó enormemente a reducir los tabúes y miedos respecto del VIH y el sida al permitir que un jugador seropositivo (Magic Johnson) compitiese en los JJOO.
Barcelona 92 cerró un periplo optimista y de crecimiento en España que había durado casi una década, prácticamente desde la llegada del PSOE al poder en 1982. Tras la transformación política de la Transición, se consumó la transformación económica y social que ya se estaba incubando en décadas anteriores, con hitos como la entrada en la CEE, antecesora de la UE, en 1986, que motivó una dura reconversión industrial y también el desarrollo de la "cultura del pelotazo" o enriquecimiento rápido y sin mirar atrás. Una década de éxitos que quedaría enturbiada en los siguientes años, 1993-1996, periodo de crisis económica y sucesivos escándalos económicos y políticos de los últimos años del "felipismo" (aquella época en que atacaban sin cesar a Felipe González los mismos que hoy le alaban por su sentido de Estado). Lo que evidenció también que la "cultura del pelotazo", el enriquecimiento fácil y sin demasiados escrúpulos, tenía sus inconvenientes, para sorpresa de nadie.
En España vivimos más recientemente un segundo periplo de crecimiento optimista, motivado también por un hito económico (la entrada en el euro), motor a su vez de la burbuja inmobiliaria de la que vivieron al menos tres legislaturas los políticos españoles: las dos de Aznar y la primera de Zapatero. Ambos dirigentes trataron de capitalizar el crecimiento apelando también al optimismo, el "España va bien" de Aznar o el optimismo antropológico de Zapatero.
Desde entonces, no puede decirse que hayamos vivido una situación expansiva comparable a las dos anteriores. Hemos saltado de otra crisis, de la que hemos salido en falso, a una pandemia mundial y de ahí a otra crisis incipiente, esta última centrada en la escasez energética y de materias primas y una nueva guerra fría entre bloques de incierto futuro. Todo ello combinado con los efectos de un cambio climático que ya está aquí y no sólo no tiene ninguna pinta de desvanecerse, sino que por desgracia es previsible que empeore aceleradamente (y más si tenemos en cuenta que es un problema para cuya resolución es imprescindible la acción concertada a nivel mundial y la renuncia al nivel de vida al que muchos se han acostumbrado, y en particular los que más dinero y más poder manejan).
Este periodo, además, ha estado regentado por dirigentes menos dados a vender ilusión (Mariano Rajoy y su plomizo estilo de hacer populismo con las chuches), o que por mucho que traten de vender humo e ilusión a espuertas no tienen mucho donde agarrarse (Pedro Sánchez). Si a ello unimos que el Jefe del Estado con que contamos actualmente, envarado y aburrido como pocos (¡nada que ver con la campechanía del anterior, "nuestro mejor embajador"!), tampoco es un prodigio inspirador de optimismo de cara al futuro a ojos del buen pueblo español, no cabe extrañar que el pesimismo cunda por doquier, incluso aunque los datos económicos, excluida la inflación, por ahora sean buenos (mención especial a la creación de empleo y al hecho de que dicho empleo sea indefinido en mucha mayor medida, éxito indiscutible del Gobierno). Tal vez sea una mala racha, o quizás es que estábamos malacostumbrados con los avances y mejoras del periodo 1975-2010 (me permitirán que ponga 2010, victoria española en el Mundial de fútbol, como broche de oro de sendas olas de optimismo antropológico, para no desentonar).