ALICANTE. Conozco a tantas personas que no se atreven a decir lo que piensan que me da miedo que, de relacionarme con ellas, se me acabe pegando. No defiendo que uno diga lo que piensa siempre, incurriendo en la pedantería del que dice que, de no ser así, sería su versión más falsa. Debemos distinguir la fina línea que separa la falsedad de la educación y el respeto. Cuando hablo de expresar, me refiero a la frenética tendencia que tenemos a ocultar nuestras emociones con el fin de protegernos en la coraza de cristal que la suma de los años nos ha regalado para no rompernos más y convertirnos en un puzle interminable de vidrio de Duralex que nadie ha conseguido pegar. “¿Qué harás con el amor que te he dado? No se puede devolver si ya lo has usado”, dicen Carlos Sadness y La Bien Querida en su canción.
“Nena, tú estás metida en una jaula. Tú misma la construiste. Y tus límites. No importa a dónde huyas, te enjaularás en tu propio ser”, le decía a Holly Golightly –personaje que Audrey Hepburn llevó a la gran pantalla con la adaptación de Desayuno en Tiffany’s, de Truman Capote–, una persona entrometida que, como ella misma afirmó posteriormente en el desarrollo del film, “si vamos a ser amigos, déjame aclararte una cosa de una vez: odio a la gente entrometida”. La cazafortunas, debajo de aquel little black dress de Givenchy –diseñador del que se convirtió en musa la propia Hepburn–, el collar de cuatro filas de perlas y el moño alto recogido, escondía una reflexión tan moderna como la que su archienemiga le propició.
El narrador cuenta que lo primero que le llamó la atención fue la carta de su buzón –firmada por Tiffany’s & CO, que era lo único que la muchacha podía permitirse de la joyería neoyorkina–, que decía así: “Holly Golightly, de viaje”. Todos los estamos al final, pero ella quería un lugar en el que establecerse. Uno como Tiffany’s, que le volviera loca, para ponerle nombre al gato –que no tenía, porque para ponerle nombre a un gato hay que tener un hogar–. No fue hasta semanas después cuando se conocieron, mientras ella se colaba en casa del narrador por la escalera de incendios huyendo de un borracho. Él le contó su promisoria carrera como escritor; ella le describió que se ganaba la vida saliendo con hombres adinerados que pagaban por su compañía. Entre ellos, Sally Tomato, un señor mayor al que Holly visitaba los jueves en la cárcel a cambio de cien dólares.
Fred, como la protagonista nombró al narrador por la semblanza física que tenía con su hermano, quería querer a Holly y su jaula, dentro de los barrotes de cristal. “Si tuvieras dinero, me casaría contigo al instante. ¿Harías lo mismo?”, preguntó. “Al instante”, le respondió. “Por suerte, ninguno de los dos es rico”, zanjó ella. Lo mismo le sucedió a Fred cuando le dijo a Holly que estaba loco por ella. “¿Ah sí? Pues es usted un loco de remate”, fue su reacción.
Al final, lo que Truman Capote trataba decirnos iba mucho más allá de la Gran Manzana neoyorkina y la frivolidad que puede suponer Tiffany’s para todos aquellos que se toman demasiado en serio como para pensar que siguen la moda. Sin embargo, Holly Golightly solo es una careta para Lulamae Barnes, una joven de origen humilde que lidia con el trauma, la soledad y la depresión entre las excentricidades de la gran ciudad. Una mujer que no ha encontrado su lugar en el mundo, como ella misma afirma (por eso no le quiere poner nombre a su gato) y que, mientras lo descubre, tiene que aguantar a tipos insufribles para que le sustenten sus "viajes al tocador", todo un eufemismo para su profesión de escort.
Aun así, ella sabe lo que quiere y surfea los problemas de la vida creando su propio espejismo sobre los éxitos futuros. Y es que lo de desayunar en Tiffany’s no era un lujo, sino un arma de supervivencia. El autor nos hablaba de una personalidad atormentada de finales de mediados de siglo que se ha mantenido hasta día de hoy. La coraza que Capote definió está más presente en nuestro día a día de lo que pensamos. Todos somos un poco Holly, pero no debemos de dejar que nos limite.
No hablo con la intención de recomendar que aguantemos amores insolentes, que nos exijan, que nos maltraten, porque si estos llegan, Holly tiene una frase para darnos: “Se tardan exactamente cuatro segundos para ir de aquí a la puerta. Yo le doy dos”.
Dejemos que nos quieran. Que nos quieran bien. Abramos la coraza del pasado y que las cicatrices del tiempo se queden perennes, pero que no impidan el futuro. Porque lo mejor que tenemos es el amor que nos dan. No tratemos de rehuirlo. Seguid adelante. Que los que vengan urgen un poco en nosotros y no sufran lo que otros provocaron.
Y así, sin más, descubrí que a corazón abierto era una forma digna de vivir.