Dos de los treinta y cuatro bisnietos del genial pintor, del que se acaba de conmemorar el centenario de su muerte, reconstruyen para Valencia Plaza la fascinante vida de la mujer del artista, madre de sus tres hijos y gran protectora de su imponente legado
VALÈNCIA. En el pórtico del palacete que Joaquín Sorolla mandó construir en Madrid, en 1911, había un luminoso rosal trepador amarillo que, en 1929, quedó reducido a un oscuro trozo de espinas secas. La agonía de la planta coincidió con la muerte, a los sesenta y cuatro años, de la mujer del pintor, Clotilde García del Castillo. Una bella y triste metáfora que puede servir para ilustrar la importancia de Clota en el universo del valenciano: desde la supervivencia de los jardines de la residencia, ubicada en el número 37 del hoy paseo General Martínez Campos, salpicados de fuentes, arrayanes, mirtos y alelíes, hasta la intendencia del hogar, la contabilidad del artista, el apoyo moral y el ejercicio de esposa y madre de sus tres hijos, María Clotilde, Joaquín y Helena. Una larga lista de responsabilidades a las que hay que añadir otra: la de musa.
Joaquín Sorolla, del que el pasado 10 de agosto se celebraron cien años de su muerte, con diferentes actos conmemorativos, la publicación de varios libros y multitud de exposiciones, pintó a las mujeres más importantes de su tiempo. Tres veces a la reina Victoria Eugenia, la mujer de Alfonso XIII; una vez a la madre de esta, la princesa Beatrice del Reino Unido, hija de la legendaria reina Victoria, y, al menos, dos veces a María Cristina de Habsburgo, viuda de Alfonso XII. A su vez, inmortalizó a la condesa de Lebrija, a la cupletista Raquel Meller y a la actriz María Guerrero, quien, además, era su vecina y amiga. Por ello, el artista le pidió un hueco en el muro que separaba sus parcelas para que le llegara más claridad a su estudio. Ella accedió sin problema: ¡El arte era de Sorolla… pero la luz era de la Guerrero!
Sin embargo, ninguna mujer provocó en él un fogonazo tan hondo como el de Clotilde, una de los cinco hijos del matrimonio formado por el ilustre fotógrafo valenciano Antonio García Peris —por su objetivo pasaron desde los hermanos Benlliure a Pastora Imperio— y Clotilde del Castillo. Nacida el 5 de enero de 1865, nadie se atreve a contar cuántas veces Joaquín pintó a Clotilde. Ni desde el museo ni sus familiares ni algunos de los expertos en su obra. Es arriesgado, porque hay bocetos, carboncillos, cuadros… A grandes rasgos salen más de sesenta, pero hay muchas piezas en manos privadas, por lo que la cifra podría ser superior. Existen más de 4.400 obras catalogadas del pintor… y otras dos mil falsificaciones. De lo que no hay duda es de que Clota, como el valenciano se refiere a ella, era pura pasión para él. Según recuerda la experta María López, «parece que la primera vez que es esbozada por su marido fue durante su estancia en Asís, donde el matrimonio se trasladó al poco de casarse en la iglesia de San Martín de València».
Resulta curioso que el valenciano, conocido como el pintor de la luz, emergiera de un mundo negro. Nacido el 27 de febrero de 1863, en el número ocho de la calle de las Mantas (antes calle Nueva) del barrio de El Carmen, quedó huérfano a los dos años. Sus padres, Joaquín y Concepción, fallecieron con tres días de diferencia a consecuencia de una epidemia de cólera. Él y su hermana Concha quedaron al cuidado de sus tíos maternos, Isabel Bastida y José Piqueres. Este tenía una forja en El Grao, donde Chimet debía aprender el oficio. «Sí, me suena que le pudieran llamar Chimet, pero no puedo asegurar si lo he visto en una carta real o en algún libro novelado. En 1963, todos los bisnietos nacidos ese año fueron bautizados como Joaquín y, por lo menos, uno es llamado Chimo en la familia», cuenta su bisnieto, el artista Antonio Mollá Lorente-Sorolla. Sin embargo, la vida tenía otro final para él y, al percatarse de su destreza, su nueva familia lo apoyó para que emprendiera la carrera de Bellas Artes. Hasta que, con quince años, recaló en el estudio del padre de Clotilde, quien lo contrató de ayudante. Allí se vieron por primera vez y se enamoraron al instante. Él tenía quince; ella, catorce. El resto es historia.
Tras su boda, Sorolla viajó por todo el mundo para pintar. Clotilde no siempre lo pudo acompañar, pero nunca dejaron de escribirse, como así lo atestiguan las más de dos mil cartas que se dedicaron y que hoy forman parte de los cuatro tomos de los epistolarios de Sorolla, editados por la editorial Anthropos (2007). Hay pasajes realmente tiernos. «Eres mi carne, mi vida y mi cerebro, llenas el vacío que mi vida de hombre sin afectos de padre y madre tenía antes de conocerte, eres mi ideal perpetuo, y sin ti nada me importaría lo que hoy me preocupa y te preocupa, así que no hay que temer nada de nada».
Ella, en cambio, le responde en numerosas ocasiones: «De tu fea Clotilde» o «de tu feísima Clotilde». «Es verdad que no era guapa, pero tenía mucha elegancia y mi bisabuelo le sabía sacar mucho partido», aclara Antonio Mollá, en la actualidad presidente de la comisión permanente de la Fundación del Museo Sorolla, quien también se refiere a los celos de Clotilde por su «rival»: la pintura. «Le dice que él ya era pintor antes que marido, como resignándose —prosigue—. Hay para el año que viene un proyecto precioso que será editar las respuestas de Clotilde», añade. Además, habrá próximamente una ampliación del museo, que será accesible desde la calle Zurbano, gracias a la compra de un terreno colindante por parte del ministerio.
Gracias a estas misivas podemos conocer un poco más la personalidad de ambos y certificar, entre otras mil curiosidades, que no hablaban en valenciano entre ellos. Solo alguna palabra suelta, como cuando ella se refiere a él como «fil de ferro pero un poco más grueso». Sobre la «valencianidad» de los Sorolla, advertimos que al pintor, que siempre intentaba llevar una fotografía de su mujer encima, le encantaba Jávea, Dénia o el cabo de San Antonio —«esto es todo una locura, un sueño, el mismo efecto que si viviera dentro del mar»—, y pasaba temporadas en la finca de naranjos que su suegro tenía en Alzira. Y, por supuesto, en El Cabanyal y La Malvarrosa, donde pintaba a los pescadores o a sus célebres niños desnudos y chispeantes de felicidad.
Sobre los presuntos gustos gastronómicos levantinos de los Sorolla García tampoco hay nada escrito. Salvo que al pintor le gustaba la paella y, cuando viajaba a València, alguna vez la tomó en La Pepica. «Vino una noche a cenar y, como no podía trinchar las gambas y cigalas, las retiraron y se las pelaron en la cocina», contó en su día Josefa Marqués Sanchís, fundadora de este establecimiento. Desde entonces, se sirve un plato con su nombre. También hay varias imágenes de Clotilde vestida de valenciana.
En su casa de Madrid, tenían una buena cocinera y recibían a conocidos como los Benlliure. Pero en París se reunía con su íntimo amigo, el también pintor Pedro Gil-Moreno de Mora, cuya esposa, María Planas, fue la madrina de su hija Helena. «Trataban a todo el mundo con más o menos afecto. Eran respetuosos, pero también francos. Recuerdo una carta en la que Sorolla le dice a Clotilde: "Va a ir el duque de Alba a por su retrato. Cóbrale las cinco mil pesetas que dijimos"», ríe su bisnieto Antonio Mollá, quien siente «orgullo y cierta responsabilidad por estar a la altura» del apellido. La relación de la familia Sorolla con la familia real también era distendida. Sorolla pintó a Alfonso XIII en unas seis ocasiones y lo visitaba habitualmente en palacio.
Fabiola Almarza Lorente-Sorolla, bisnieta de Clotilde y también nieta de Helena, reivindica su figura. «Joaquín Sorolla se refiere a ella como 'ministra de hacienda' por sus grandes y buenas gestiones. Era una mujer muy culta, escribía cartas en francés e inglés. No sé si porque sus hijos se formaban en la Institución Libre de Enseñanza pero, sin duda, era ella la que las escribía, especialmente cuando no estaba Joaquín y tenía que responder a quien fuera. Y la recuerdo en los cuadros de su marido siempre leyendo el periódico o con libros en la mano. Fue una mujer excepcional para su tiempo», cuenta. Archer Milton Huntington, fundador de la Hispanic Society y uno de los grandes coleccionistas de Sorollas junto al ingeniero Calixto Rodríguez, dice de ella en 1918: «Clotilde, sonriente, nerviosa y discreta, ha envejecido, pero sigue vistiéndose de amarillo chillón, color que no le sienta mal a su tez. Mi pobre y querida Clotilde ha tenido que soportar todo el peso de la familia y de convivir con un genio, y su menudo cuerpecillo ha librado casi tantas batallas como el de su eminente marido. Sin ella, seguramente, no habría llegado a donde ha llegado». En efecto, la esposa de Sorolla era tan delgada que se refería a sí misma como espárrago.
En esos viajes por el mundo, Sorolla no solo prestaba atención al entorno sino también a la elegancia de las mujeres de Chicago, Londres o de París. Según el experto en moda Eloy Martínez de la Pera, el pintor fue el primer personal shopper de la historia, y Clotilde, una de las primeras influencers. «Él sabía la pasión que ella sentía por ser diferente. Le compraba muchas cosas que luego causaban sensación en España. Ella influenció alguna de las tendencias», explica Eloy. «Sorolla estaba al hilo de la calle. Hay diferentes versiones, pero su hija Helena tiene un vestido Delphos amarillo en 1909, dos años después de que Fortuny lo creara y mucho antes de que se convirtiese en un icono entre las mujeres de la alta sociedad. A su mujer, le encargaba vestidos a un ruso de París, que le descubrió una valenciana residente en la capital francesa. Como era menudita le sentaba bien ese tipo reloj de arena de la belle époque», finaliza Eloy. ¿Y qué pasó con esa ropa? «Alguna está en el museo y otra se perdió. Recuerdo que mi madre tenía unos pendientes que no sé si eran de Clotilde o de Helena, y un día encontramos en un baúl un vestido blanco», dice Antonio Mollá. Por su parte, Fabiola especifica que «yo también tengo unos pendientes y un colgante de plata que aparecen en una acuarela que hay en el estudio del Museo Sorolla y un broche que sale en una foto donde Clotilde está con su abuela, la madre de Antonio García Peris. Es decir que joyas tenemos, no muchas y no muy rimbombantes, más bien originales, pero no se ha estudiado todo sobre ello».
La sofisticación de Clotilde se nota año tras año y llega a su culmen en 1920, en el que será la última pintura de Sorolla de su mujer. Ante un tapiz de gobelinos, la valenciana lucía imponente, vestida de negro y con mantilla, dispuesta para ir a misa. «Ella aparece siempre elegante en su pose y en su mirada, donde pueden leerse muchas cosas: amor, serenidad, seguridad, un toque de humor, diversión, paciencia, seducción… En todos sus retratos, se habla mucho de la relación entre ambos», especifica Antonio Mollá. La pintura preconiza, de algún modo, la muerte. Ese mismo verano, en Cercedilla, en la sierra madrileña, Sorolla sufrió una hemiplejia mientras pintaba a Mabel Rick, la mujer del escritor Ramón Pérez de Ayala. Inacabado, ese fue su último cuadro. Nunca se recuperó de aquel accidente cardiovascular. Falleció tres años después.
Hoy en día, el arte de Sorolla continúa entre sus descendientes.«Desde siempre me atrajo el dibujo y la pintura, pero realmente no me sentía con las capacidades para ello. El hecho de ser bisnieto de Sorolla es hacerlo más difícil: sabes que nunca vas a llegar a ese nivel», cuenta Antonio Mollá Lorente-Sorolla, un gran artista, al igual que Fabiola Almarza Lorente-Sorolla, que tiene un estudio de artes plásticas llamado Alma Sorolla, en Madrid. Lo comparte con su hijo, Alejandro Zorrilla, ceramista, escultor y tataranieto de Sorolla. Otro bisnieto, Miguel Lorente-Sorolla Boyer es profesor del departamento de Pintura de la Facultad de Bellas Artes de Altea. «Su padre, Manolo, aunque murió joven, era arquitecto y también pintaba fenomenal. De hecho, llegó a exponer. Y Alberto, otro hijo de Helena, también dibujaba», detalla Fabiola. La última de la saga en decantarse por estudiar Bellas Artes ha sido la joven Carmen González Lorente-Sorolla, tataranieta del célebre valenciano.
Joaquín y Clotilde edificaron, en principio, una familia relativamente pequeña, de tres hijos y varias mascotas, entre ellas un gato y dos perros, Canelo y Toti. Pero pronto los Sorolla se multiplicaron como los cuadros del patriarca. La mayor, María Clotilde, que también dibujaba, se casó con el pintor Francisco Pons Arnau, discípulo de su padre, y tuvo un solo hijo, Francisco (Quiquet). Joaquín, el mediano, murió con cincuenta y cinco años y sin descendencia. Fue el primer director del Museo Sorolla. La última, Helena, una gran escultora que desarrolló su talento bajo la alargada sombra de su padre, tuvo siete hijos —José María, Elena, Alberto, Victoriano, Manolo, Joaquín y Mercedes— con el ingeniero de caminos Victoriano Lorente. Hoy completan la foto de familia de Sorolla y Clotilde 34 bisnietos y 71 tataranietos. Y entre ellos hay de todos los ámbitos: desde la representante más institucional, Blanca Pons-Sorolla, una de las seis nietas de María Clotilde y especialista en el estudio de la obra de su bisabuelo, a un exjugador del Rayo Vallecano, otro de hockey subacuático y, por supuesto, muchos artistas.
El funeral de Sorolla, celebrado el 13 de agosto de 1923, fue un acontecimiento en València. Miles de personas se echaron a las calles de la capital del Turia para darle su último adiós. De la muerte de Clotilde, solo seis años después, se sabe poco. En general, sigue siendo la gran incógnita por resolver del artista valenciano. Tras la desaparición de su marido, dejó atado y bien atado su testamento y decidió donar todos los cuadros de Sorolla al Estado para convertir su legado en un museo abierto. Si aquel funeral congregó a València entera, hoy, son miles las personas que llegan cada día a la estación de viajes de alta velocidad que lleva el nombre del pintor. Sorolla parece que está más vivo que nunca. Al igual que Clotilde, por la que existe un creciente interés. De hecho, algunos familiares están escribiendo un libro sobre su figura.
Hasta el rosal muerto de su casa en la capital ha revivido gracias a la hibridadora valenciana Matilde Ferrer, quien ha bautizado como Clotilde Sorolla a aquella rosa amarilla que, hace cien años, alegraba la residencia, como lo hacen los limones en la huerta valenciana. Aunque era madrileño, el poeta Pedro Salinas, conocido por su romance epistolar con Katherine R. Whitmore, dijo que solo muere un amor que ha dejado de soñarse: el de Sorolla y su Clota vive en los brotes verdes de la nueva rosaleda de su palacete madrileño, hoy, de nuevo, rebosante de aroma y belleza.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 107 (septiembre 2023) de la revista Plaza