VALÈNCIA. Chup chup. Noèlia Pérez recurre a la onomatopeya para explicar el proceso creativo que ha culminado en el último montaje de su compañía, Castigades. Hace dos décadas, cayó en sus manos el texto Càstig!, de Xavier Otero y Pau Guix. Su trama y su arquitectura dramática resonaron en la directora de escena, que les estuvo dando vueltas durante años. «Era una obra que juntaba estilos distintos, un Esperando a Godot con cierta musicalidad en los diálogos y una trascendencia que te remitía a la ópera», alaba la también dramaturga, letrista, compositora y directora musical.
En un taller de dirección de tercero de la ESAD, Pérez recuperó el eco de aquella lectura y la hizo suya. Como un guiso que hubiera estado cociendo a fuego lento, desfragmentó el texto, lo articuló en diálogos muy concisos y picados, restó fantasía y sumó poética, redujo y cambió el género de los personajes y resignificó el original. Tanto es así, que los autores de Càstig alabaron la reverberación de su escrito en el de la valenciana, pero determinaron que era una creación distinta. El título ha cambiado a Castigades y sube a las tablas del Espacio Inestable el 30 de junio.
«Otero y Guix dan el protagonismo a dos payasos que viven en un mundo indeterminado. No se sabe dónde ni cuándo están. No termina de tener sentido a quién esperan, qué ensayan ni exactamente qué pasa, y hay un elemento de crueldad».
Ese rasgo fue definitivo en su giro. La dramaturga quería ahondar en la violencia de una manera universal, sin dar pie a una confusión con la específica de género. De ahí que las protagonistas sean dos payasas que se quieren mal. Poquet y Miqueta viven juntas en un universo donde la destrucción, la pérdida y a desolación son todo lo que conocen. «Mantienen lo que ahora etiquetamos como relación tóxica. La pieza también habla de soledad y de vacío. Si solo tienes a la otra persona, se genera una dependencia. De ahí que sea difícil distinguir los límites entre hasta dónde quieres a alguien y hasta dónde le necesitas».
Mientras sobreviven, sus protagonistas ensayan y practican números de circo para un público inexistente. En ese no lugar, que puede ser un sótano, un descampado o un escenario distópico, el amor crece deformado por el horror. En ese entorno condicionado, donde solo están acompañadas de una vieja lavadora, aprenden el afecto de una manera terrible.
La elección de ese electrodoméstico no es casual: «Tras una explosión, lo que tiene más probabilidades de perdurar son los objetos de metal, pero a la vez es un accesorio del hogar que, por desgracia, todavía remite a la feminidad. La violencia no tiene por qué ser física, se ejerce de muchas maneras».
Rebeldía multidisciplinar
La directora tiene un acceso de rebeldía cada vez que se involucra en una propuesta teatral que se circunscribe a una sola disciplina. Asegura que le cuesta mucho, exagera señalando que se muere de pena cuando no da rienda suelta a la mezcla. De ahí la multidisciplinariedad de todos los montajes en la compañía que comparte con Josep Zapater, Cashalada.
La columna vertebral de Castigades es el clown, pero nutrido de un teatro sin artificios, una musicalidad en el texto que se enriquece con la mezcla de idiomas y una poética de vanguardia, «como las propias de Carles Santos o Joan Brossa, que se ponían el mundo por montera y se servían no sólo de la palabra, sino también de las imágenes».
Pérez ha rehogado ese cúmulo de fuentes de inspiración en su marmita para ahondar en la violencia hecha espectáculo y la risa incontrolada que nace de la desgracia.
«A veces, para soportar el dolor, hay que reír. A fin de soportar tu existencia has de crear otra paralela. En el caso de estas dos payasas, el único refugio es creer que ensayan un número de circo», desarrolla la directora, quien propuso a sus actrices, Weronika Cieslak y Lorena M. Portalés, que vieran espectáculos de Charlie Rivel, Pepa Plana y Patrícia Pardo para buscar inspiración.
La intención era rastrear la ternura que esconden los payasos para entrechocarla con la enorme violencia entre los personajes. En contraste, la directora rescata que durante los ensayos, hubo muchas risas.
Un reto desde la retaguardia
La música nunca ha faltado en los anteriores espectáculos de Cashalada, Two Ladies Or Not To Ladies y Divina aberración, como tampoco Noèlia y Josep sobre el escenario, pero la compañía ha tenido la necesidad de romper para retarse sin dejar de ser ellos mismos. De ahí que la música esté presente de la mano de Zapater, pero no interpretada en directo por las artistas. Sí hay, cabe destacar una aportación de Weronika Cieslak, que durante una improvisación entonó una nana polaca, «tremendamente triste», sobre dos perros que intentan cruzar un río sin éxito. La latencia de aquella canción de cuna está presente en esta historia sobre dos mujeres que son dos muñecas rotas. También el contexto contemporáneo. La obra se montó durante el estallido de la guerra de Ucrania, y su oscuridad golpea el interior de la pieza, aunque, «afortunadamente, Weronika y Lorena aportan mucha luz».
El entendimiento entre las dos jóvenes actrices durante el taller en la ESAD fue crucial. Ambas realizan un trabajo físico y vocal cómplice, a caballo entre la tragedia y el gamberrismo, para dar vida a dos mujeres que no saben distinguir entre el bien y el mal, porque su inocencia se ha visto bruscamente interrumpida. Son dos personas que solo han vivido en la atrocidad y no reconocen cuando hacen daño al próximo.
«Me llamó mucho la atención que la atmósfera no fuera tensa, sino que al ahondar en la oscuridad y forzarse a ponerse en situación violenta, las actrices terminaron partiéndose de risa en el suelo y dándose besos», agradece la autora.