VALÈNCIA. La biografía de Nick Cave se ha convertido en cómic por obra y gracia de Reinhard Kleist. En Mercy On Me, el historietista recrea la trayectoria del músico y escritor, jugando con la realidad y la ficción. Y recuperando de paso el perfil de un artista imprescindible cuyos primeros pasos se remontan cuatro décadas atrás.
Nick Cave nunca ha sido un tipo de trato fácil si eres periodista. Pertenece a esa especie que sabe bien lo que somos. Desconfía de las preguntas pero sobre todo, desconfía de lo que acabará escrito en el papel, de cómo se interprete lo que ha dicho. Prefiere que sus retratos sean audiovisuales, formato que le sienta muy bien. La magistral 20.000 días en la tierra y la desgarradora One more time with feeling han hecho más por acercarnos al artista impenetrable que cualquier artículo o entrevista que haya leído. Ambas películas, es cierto, están concebidas en connivencia con el artista, así que no, no hay espacio para la crítica, o al menos, no para la crítica entendida desde el ángulo periodístico. Son obras que giran alrededor del personaje –la primera- e intentan penetrar en la piel de la persona que lo sustenta –la segunda-. Descubrir ese instante, el pliegue, el momento en el que el artista se convierte en humano es uno de los momentos más fascinantes de mi trabajo. Porque da igual los años que lleve a cuestas ejerciendo como periodista, mi mirada sobre los creadores a los que admiro no es quirúrgica.
Leyendo Mercy On Me, la novela gráfica que funciona como biografía de Cave, realizada por Reinhard Kleist, he vuelto a descubrir a ese Nick Cave que me fascinó de jovencito y que funcionaba como personaje de ficción, un forajido que transgredía la ley haciendo canciones y escribiendo. Supongo que si hacen un cómic con tu vida es porque tu vida y tu personaje dan para convertirse en un guión. Kleist juega con los personajes de sus canciones y de su novela, Y el asno vio al ángel, publicada valientemente por la editorial valenciana Pre-Textos en 1991, cuando Cave aún estaba lejos de gozar de su actual estatus de respeto artístico y en España no se hacían festivales. Los documentales sobre Cave son estupendos, pero lo abordan en su globalidad, con varios lustros de carrera a cuestas, o componiendo una obra dolorosísima que surge de la pérdida accidental de uno de sus hijos pequeños. El Cave que dibuja Kleist está más en contacto con el Cave que yo amé a mediados de los ochenta, especialmente cuando comenzó su carrera con los Bad Seeds.
“Es un disco que define perfectamente el proceso que hemos seguido, ese movimiento que te lleva de la rebeldía inicial al estado de gracia”, decía Nick Cave acerca de su primer recopilatorio, publicado en 1998. Lo escuché decirlo desde el otro lado del auricular, en una entrevista telefónica que hizo intentando ser cortés y poner todas las ganas posibles. La rebeldía a la que se refería no era otra cosa que The Birthday Party, su primer grupo. Llegué a ellos porque leí en algún periódico musical extranjero que se parecían a The Cramps. No se parecían en nada y resultaban mucho más amenazadores que ellos. Pero la ilustración de Ed Roth –ni idea de quién era por aquel entonces, año 1983- en la portada era una de esas imágenes que tiran de ti. Era una ilustración fantástica y un disco con una ilustración así no podía no gustarme. Así que le di oportunidad y le di tiempo. Años después, Cave sintetizó lo que había sido aquel exabrupto musical: una deflagración de los cimientos del rock para empezar a construirlo de nuevo. O algo similar. “Ese trayecto –prosiguió en la entrevista- contiene, según mi opinión, contiene la esencia de la creación. Primero desafías todo aquello que está impuesto, lo establecido, y te enfrentas a ello para después aprender a convivir y a aceptar eso mismo, hasta que se convierta en parte de tu vida”.
Los años ochenta comenzaron muy bien a nivel musical. Mucha creatividad, ideas nuevas. El punk había propiciado esa ruptura de la que hablaba antes Cave. La nueva ola le había insuflado energía y ganas de vivir al resultado. Y el pospunk abrió las puertas para que la música pop blanca discurriese por nuevos caminos. Todo iba muy deprisa y en muy poco tiempo, la cosa comenzó a decaer. Nació un pop tremendamente poderoso que necesitaba un contrapunto. Una respuesta que llegó con grupos como The Smiths, pero que también necesitaba de respuestas mucho más radicales. Lydia Lunch, Foetus, Einstürzende Neubauten, Sonic Youth, Swans o Hüsker Dü se encargaron de dinamitarlo todo para empezar de cero. Y con ellos, Nick Cave, que después de retorcer el blues hasta romperle el cuello, comenzó a acercarse al formato clásico. Versionó a Elvis, luego a Roy Orbison, y acabó haciendo baladas que, aunque resultaran más convencionales, provenían de un mundo desconocido. Era un placer seguir aquella carrera e ir encontrándose con aquellos álbumes que iban marcando un avance. Aquel Deanna, casi una canción de rock de garaje que hablaba de cómo la corrupción y la atracción pueden pasear de la mano. Quizá me equivoque y peque de alarmista, pero creo que cada vez hay más miedo a la hora de crear. Quieren que contemplemos la vida como un terreno justo y libre de errores, regulado por opinadores y jueces que ni es justa ni está libre de errores. Me gusta que exista Nick Cave también por eso. Habla del crimen, del sexo, del asesinato, del alma humana, por los mismos motivos que Dostoievski escribió Crimen y castigo y Capote A sangre fría.
“Las entrevistas son aburridas, las detesto”, explicó también en aquella charla telefónica. A mí entonces aquello me pareció una queja, otra justificación. Hoy comprendo perfectamente a qué se refiere. Hay que hablar de la obra porque hay que venderla. Pero la mayoría de las veces, eso no es más que un trámite, a pesar de que en ocasiones puede haber momentos