VALÈNCIA. El cura Vicente Berenguer vivió en Mozambique durante cincuenta años. Toda una vida. Aunque no dejó de visitar a la familia con regularidad, se fue siendo un joven y regresó convertido en un anciano que hace un mes sufrió una parada cardiaca que casi le lleva al otro barrio. Pero, sorprendentemente, se presenta como un hombre ágil, con buen aspecto y una lucidez envidiable a sus 83 años.
Ahora vive en una residencia de las Hermanitas de los ancianos desamparados, junto a Pont de Fusta en València, donde unas monjas cuidan de más de cien personas mayores. Mientras le avisan, nos mandan a una sala donde pone 'Recibidor' en una cristalera verde. La estancia, dentro, está presidida por una imagen de Cristo, un retrato de una hermana y el de Saturno López Novoa, el fundador de la orden. Sobre una mesita, para amenizar la espera, una oferta dispar: la Biblia, una guía para conocer España visitando los Paradores y una publicación de 2019. En una esquina, para dar un toque de color, hay un búcaro con una columna de flores de plástico con unas rosas del tamaño de una patata.
La entrevista va a ser un ejercicio de concreción. Este misionero alicantino, de Teulada, cuenta ese medio siglo en el país en el sureste de África lleno de vaivenes, cambios de parroquia y vivencias para contar, no un libro, una trilogía. Y con sus 83 años y el corazón pachucho, deja una modesta gorra a un lado y, recostado sobre un butacón de fieltro, cruza las piernas y empieza a recordar año tras año con una precisión desconcertante.
Pero el sacerdote no se refiere a esa etapa en pretérito. Porque desde su modesta habitación compartida en esta residencia sigue dirigiendo a distancia nuevos proyectos. En Gata de Gorgos y en Mozambique, donde ha dejado un legado del que puede sentirse orgulloso, pues ha sido una persona vital en la educación y escolarización de las clases bajas de este país desde que llegó, cuando aún era una colonia, y unos niños a los que paró por la calle le dijeron que no estaban en la escuela porque los negros no iban a la escuela.
Quizá todo esto llegara porque fue el hijo de un hombre de letras, un maestro que hizo la carrera de piano y se convirtió en un notable organista. Después de la Guerra Civil no quiso volver a dar clase en el barrio del Carmen y regresó a Teulada para reorganizar el coro y la banda de música.
Aquella era una familia católica que obligaba al Vicente adolescente a ir a misa los domingos, pues no tenía interés alguno por la misa ni por la religión. Hasta que al cumplir los 19, algo cambió dentro de él. "Sufrí una transformación y pedí ir al seminario en València. Luego me trasladé a Burgos para estudiar en el Seminario de Misiones Extranjeras". Allí terminó Teología y eligió Mozambique como destino después de dejarse impresionar por las historias que contaban unos misioneros de Moncada y Alfafar que había conocido.
Primero tuvo que ir a Portugal para aprender durante tres meses unas nociones del idioma y así poder obtener el visado para viajar a la colonia, donde aterrizó en septiembre de 1967. Después se desplazó al norte del país, a la provincia de Tete, para trabajar en una misión junto a unas minas de carbón de propiedad belga-portuguesa.
Allí topó con la realidad de los negros, de la mayoría de los negros, que eran tratados sin la categoría de una persona corriente. Y comprobó que en las escuelas oficiales solo había blancos y negros asimilados. En ese momento entendió que esa iba a ser su gran cruzada en Mozambique, lograr la escolarización de los niños negros. A eso consagró su vida mientras se iba empapando de la cultura de las gentes con las que convivía, familiarizándose con sus dialectos, abriendo su mente y enriqueciéndose con otras formas de entender la espiritualidad.
Algunas consonantes como la ele o la ce delatan los sedimentos del acento portugués que persisten pese a los meses que lleva en España por culpa de la pandemia. No es solo el acento lo que perdura: su alma sigue siendo mozambiqueña después de cinco décadas viviendo y luchando con ellos. Desde aquellos principios en los que los negros desconfiaban del hombre blanco. Como aquella vez que, admirado por la belleza de unas personas danzando, quiso ornamentar su vestimenta con unas pieles de gacela y esta gente pensó que aquel rostro pálido solo pretendía burlarse de ellos.
Eran los años del colonialismo, los tiempos en los que los niños estudiaban los ríos de Portugal y desconocían los que surcaban su propia tierra. Por eso, quizá, se animó a contactar con los guerrilleros del Frelimo, el Frente de Liberación de Mozambique. Se gestó una buena relación y el cura español les ayudaba entregándoles medicamentos o mantas. "Estaba de acuerdo con el Frelimo en algunas cosas, pero les dejé muy clara mi postura: 'Nunca me digáis dónde habéis colocado unas minas porque no lo consentiré, pero en lo demás tenéis mi apoyo'".
Pero semanas después llegaba el Ejército y empezaban a pedirle explicaciones sobre los medicamentos -eran españoles- y las mantas. Sospechaban de él y le obligaron a marcharse a otra parte. Hasta que en abril de 1973 le recomendaron salir de Mozambique. Berenguer asegura que solo ha pasado miedo una vez, una noche en la que los guerrilleros le pidieron que les guiara hasta un puente que estaba custodiado por el ejército. "Es curioso, pero al ir con ellos no pasé miedo. Cuando los soldados se daban la vuelta, avanzábamos, y cuando se volvían, nos deteníamos. Hasta que ya lo tenían controlado y me hicieron un gesto para que me marchara. Y ahí, yo solo en medio de la oscuridad, me sentí indefenso y, ahí sí, pasé miedo".
Aprovechó su regreso a Europa para viajar a Alemania, Inglaterra o Bélgica para denunciar las masacres que se estaban produciendo mientras Marcelo Gaetano, al frente del gobierno portugués desde que murió el dictador Salazar en 1970, lo negaba todo y juraba que aquello eran invenciones de los curas comunistas.
En 1974, ya con un gobierno de transición, Vicente Berenguer regresó a África a tiempo de participar en la fiesta de la independencia. Poco después, el presidente de la Frelimo le pidió que fuera a Tanzania, donde veía, al otro lado del río Ruvuma, las luces de Mozambique. Allí conoció a la plana mayor y después volvió a Tete, donde empezaron a poner a obispos negros en la nueva República Popular. A partir de ese momento, Vicente se dedicó a la creación de escuelas. Hasta que una noche le metieron en la cárcel y le dijeron que al día siguiente tenía el avión preparado. Él dijo que no se movía sin su pasaporte y pasó cinco días preso en el aeropuerto de Maputo, pero al final, gracias a los contactos que hizo en aquel viaje a Tanzania, fue liberado.
Tiempo después conoció a Graça Machel -esposa en ese momento de Samora Machel, el presidente de Mozambique entre 1975 y 1986, y después, a partir de 1998, de Nelson Mandela, presidente de Sudáfrica-. "Ella me recomendó que me alejara de Maputo porque cualquier día me podían pegar un tiro por la espalda y al final me quedé diez años en el Ministerio de Educación en el que ella era la ministra". Pero de esta mujer recuerda también otra anécdota cuando coincidieron en un aeropuerto de Alemania antes de volar a Maputo, cuando Machel le dijo que eran dos luchadores que viajaban juntos al mismo país, y entonces Berenguer le dijo que sí, pero que él viajaba en las últimas filas del avión y ella, la gran dama de la política, en Primera. "Porque la historia era que había sido una revolución muy bonita pero que al final, como sucede siempre, habían acabado convirtiéndose en la burguesía nacional".
Luego vino la construcción de nuevos centros para ancianos, nuevas escuelas o un instituto por donde han pasado miles de alumnos. Proyectos que han servido para el desarrollo de miles de jóvenes que hoy ocupan cargos relevantes dentro y fuera del país. Pero el cura de Teulada, hoy recluido en una residencia para ancianos junto a la iglesia de Santa Mónica, en Zaidía, maneja a través del móvil la organización de una sala de informática en Mozambique y el envío desde aquí de varios ordenadores mientras le invade la añoranza. "Me volvería mañana, pero no puedo. Aunque con el whatsapp hago y deshago". Vicente no da la espalda a su país y también ha promovido, hombre infatigable, un centro para discapacitados en Gata de Gorgos.
Y así, recordando los proyectos del pasado y del presente, como si su existencia, como la de todos, no fuera finita, afirma que le da igual morir aquí o allí -"donde me coja", explica sin aprensión-. Entonces, con la mirada perdida en un rincón de esa sala con flores de plástico, exclama: "He tenido una vida preciosa, una vida que te emborracha".