VALÈNCIA. Uno de los Sálvame Deluxe más espectaculares que recuerdo fue en el que se trató la muerte de Ángel Cristo. Un domador de fieras de circo que se casa con una mujer deseada por todo el país, Casa Real incluida, y que al final no puede soportar los celos, lo que le lleva a una espiral de adicciones que le degradan como persona hasta límites insospechados. Me ahorro los detalles de cómo acabó, pero la historia, sus componentes, la presencia de servicios secretos, la España ochentera y sus espectáculos y el descenso de un hombre a los infiernos, era impresionante. Ese mismo argumento, presentado como película en el Festival de Sundance, con banda sonora de Tom Waits, sería considerado una obra mayúscula, que te vuelves más inteligente cuanta más veces lo veas. Contado en Sálvame, no. Es basura que no hay que ver y el que lo ve es mala persona.
Si el argumento y las sensaciones y reflexiones que produce conocerlo son las mismas ¿por qué en película de Sundance con Tom Waits canturreando sería sublime y en conversación a tres bandas, no? ¿Cuál es la diferencia? Obviamente, la cultura. Una presentación tiene ese aspecto esotérico y decorativo que se llama "la cultura", el otro canal de comunicación, si carece de ella, hay que eliminarlo. Este es el valor y la función que tiene "la cultura" en la sociedad actual, una forma elitista de expiar pecados y al mismo tiempo de censurar; Una forma de no conocer y no entender.
La serie que está causando sensación en Estados Unidos, The Bear, está cortada por ese patrón. Tiene cámara al hombro, narración trepidante y música indie a cada poco. Con esos ingredientes, es decir, con grandes dosis de "la cultura", a buena parte del público actual le pueden vender lo que quieran. En este caso, el cruce de dos formatos denostados por ese mismo público: el reality Pesadilla en la cocina y un telefilm de sobremesa de temática navideña.
En el caso del reality, este es conocido. Se trata de un señor, Alberto Chicote, versado en la alta cocina, que baja al barro de los locales de hostelería más humildes para darles unos toques maestros y que despeguen. Aquí el argumento es prácticamente el mismo. El recurso de what if tan explotado en las series estadounidenses ¿Y si un chef que ha trabajado en Francia acaba en un tugurio de Chicago? Lo tienen ya nueve de cada diez series.
En el camino, historias de superación y carnaza para motivaos de los fogones. Sobre todo más de vendernos que para llegar a ser un buen profesional el precio a pagar es la totalidad de tu tiempo y de tu cerebro. Me recuerda esto a una desgracia familiar. Mi abuelo tuvo mala suerte en la vida. Su padre se ahogó en un río y se quedó huérfano de niño. Se tuvo que ir a Madrid en los años 20 del siglo pasado a trabajar en un bar siendo solo un crío. Cada vez que me lo han contado, hay una parte en la que se pone especial énfasis: "dormía debajo de la barra". Pues bien, aquí tenemos a un personaje que aspira a convertirse en un gran chef que, para no interrumpir su proceso creativo, se lleva el catre a la cocina. Es lo mismo, solo que en lugar de que te lo cuenten sus hijos con ojos vitriólicos, resulta que hablamos de un joven prometedor que se implica en su trabajo para triunfar en la vida. Como cambia la misma situación cuando a la siguiente generación le pasas un poco de neoliberalismo por encima.
No deja de ser una ficción (y otro personaje le pregunta qué coño hace), pero enlaza con esa visión alienante de la vida laboral con la que nos impregna la cultura estadounidense desde los tiempos en los que le decían en el periódico al fotógrafo de Superman que "un fotógrafo duerme con su cámara, un fotógrafo come con su cámara". No señor, cuarenta horas semanales y para comer, una pausa. Así es como se es creativo, descansando como recomienda la OIT y el Estatuto de los Trabajadores y sus respectivos convenios.
Del argumento what if poco más hay que añadir fuera de lo previsible, se producen roces, otros se motivan mucho al conocer al protagonista, algunos descubren que en realidad también pueden ser artistas del bizcocho gracias a su influencia, pero la mayor parte de la serie son intercambios de gritos histriónicos de una falsa naturalidad que en USA Today describen como "rápida, tensa y endiabladamente divertida".
El segundo formato en discordia es, como hemos dicho, el telefilm de sobremesa navideño. Sus preceptos se cumplen con ortodoxia. Protagonista triste por una pérdida, vuelve al lugar de su origen, del que hace mucho que se alejó, vuelve a involucrarse en la vida cotidiana, pero le sale mal, porque ya no pertenece a este lugar. Ha dejado atrás una vida guay, pero tiene que encargarse de un viejo negocio donde las cosas no funcionan como en la elite entre la que se mueve. Choques, malentendidos, pero persevera, se implica, lo consigue y, de repente, ocurre un milagro y todo es estupendo. En el camino, aprende una valiosa lección que le hace más humano.
En general, es un argumento mediocre, aunque hay que admitir que el penúltimo capítulo, dentro de lo que es mostrar el caos de una cocina, reclama permanentemente la atención del espectador. Algo es algo. Los huecos de este formidable queso Gruyère los han rellenado con música indie a tope, casi como en Anatomía de Grey. La mezcla de personajes devorados por su trabajo, desaliñados, que dicen muchos tacos y están muy tatuados, con este género musical quedan de portada de revista. Están ahí todos los cánones estéticos vacíos de contenido que perseguimos como polillas alrededor de una farola.
En fin, solo puedo recomendar que vean la serie. Si les pasa como a mí, que me ha parecido un pastiche, se reirán con tanta ridiculez e insultando al protagonista, el actor Jeremy Allen White, y su cara de pasmado ¡Ha nacido el nuevo Gabino Diego! En cambio, si les gusta la propuesta, quedarán encantados. Hay verdadera pasión por esta serie. Tengo la sensación de que muchos espectadores la defenderían con las manos, como a su grupo favorito, como tantas cosas de procedencia tan incoherente y de afinidad tan irracional como las modas.