El último capítulo de la tercera temporada de Succession logra un 9,9 en IMDb, una calificación que no consiguieron ni los mejores episodios de Los Soprano o The Wire. El desenlace fue magistral. Llevó la disputa por la herencia entre unos hijos inútiles y su padre, tiburón de las finanzas creador de un imperio, a unos límites de crueldad y vergüenza ajena inenarrables. Por supuesto, detrás está Jesse Armstrong, británico y guionista en series con tan mala baba como Peep Show o The Thick of it
VALÈNCIA. Quien más quien menos en esta vida ha visto los grandes dramas que se producen en las familias de hijos de. Raro es que el padre famoso o poderoso no imponga su voluntad jibarizando la de sus hijos, que en consecuencia se vuelven rebeldes o estúpidos, o ambas cosas a la vez. También es frecuente ver al que se lo han dado todo y, paradójicamente, eso le hace afilar el colmillo y estar cargado de desprecio y complejos hacia los que se lo ganan. Otros harían lo que fuese para huir de la alargada sombra de papá, algunos no han conocido la presencia paterna ni en las fotos de la mesilla. No es fácil ser hijo de y si ese padre es multimillonario, también tiene que ser difícil estar a la altura de los millones. Las cosas como son.
Aunque sea frecuente encontrar a ricos en redes decir tonterías sobre el esfuerzo y el emprendimiento, yo no creo que los hijos de los ricos sean tontos. Muy al contrario, se les procura una buena educación para que se salgan adelante bien en la vida. Lo que pasa es que cuando el hijo rico es tonto, se nota mucho. Llama mucho la atención y, además, produce felicidad, porque la envidia se edulcora si el que tiene lo que tú no tienes es un hazmerreír. Quizá por eso tengamos tan presente el cliché del rico hijo tonto, pero desgraciadamente debe ser el 1% de ese 1% de la población.
En un país tan desigual como es actualmente España, con la historia que ha arrastrado en lo referente a la lucha de clases, y con tanta caspa alrededor de las grandes familias de su capital y sus capitales de provincia, así como de los pueblos más destacados y prominentes de cada comarca, podríamos estarnos horas hablando de hijos de, pero sirvan estas palabras como introducción para comentar el final de la última temporada de la serie del momento: Succession.
A mi modo de ver, no hay serie del nivel de esta ahora mismo. Lejos quedaron los años en el que los melodramas con guiones cuidados eran la programación estrella de la televisión de pago. Por lo que sea, porque el mercado se ha expandido, porque ahora la competencia es mayor, el caso es que ya no tenemos lo que antiguamente -hace veinte años- se denominaba como dramones. Hubo analistas un tanto incautos e indocumentados que creían que HBO trabajaba así por amor al arte, pero al cambiar el mercado, aumentar la oferta considerablemente, sus productos también han evolucionado y, desgraciadamente, un planteamiento como el de Succession es una excepción en su plataforma.
Da pena porque lo que han logrado siempre con este tipo de series es que finales como este de la tercera temporada de Succession no se olviden en la vida, que te marquen, porque son sobresalientes. En IMDb ha conseguido una puntuación de los usuarios de 9.9. Ningún capítulo de Los Soprano o The Wire tiene esa nota. Se ha hablado de tragedias griegas, de Shakespeare y El Rey Lear, de los guiños al Padrino, pero en román paladino, lo que hemos tenido es que gana el malo, que no deja de ser el bueno, depende de cómo se mire.
No daremos más detalles para no destripar nada. Lo reseñable es que en el último capítulo hay escenas de una tensión dramática inenarrable, pero envueltas en vergüenza ajena. Sin las aristas penosas que presentan los personajes, que son patéticos, el mismo guión se diría que es cine de primera calidad mu serio mu serio, pero la visión corrosiva de Jesse Armstrong pone todo el potencial del drama al servicio de la risa. Una revisión de Dallas, Dinastía o Falcon Crest se podía modular hacia un Eastwood o hacia unos hermanos Coen, Succession tira para los segundos. Podría haberse rodado en clave moral, aleccionadora y muy solemne -lo tienen todo pero en realidad no tienen nada- o como un descojono, lo cual es muchísimo más difícil que sentar cátedra. Ese es el mérito.
De casta le viene al galgo. Armstrong es británico, quizá solo alguien de esa escuela podría llevar a cabo algo así. Su mala leche en los guiones sirvió para convertir series como Peep Show o The Thick of it en historia de la televisión. De hecho, si se sigue toda su carrera se puede apreciar como un gran mosaico de nuestro tiempo. Peep Show mostraba lo patético de la Generación X, en Fresh Meat disparó a los millennials, en The Thick of It está la pena que daba una socialdemocracia vaciada de contenido como la de Blair, que marcó el cambio de siglo, y en Succession hay un retrato de las elites.
Las joyas de la corona de HBO y las que derivaron de su escuela, como Mad Men, si destacaban por algo era por la reflexión sobre la condición humana que ofrecían. La muerte, la familia, el poder, la vejez, el deseo, la presunción... daban para muchas tesis. Succession, aunque venga en cofre de comedia, no es más divertida que Los Soprano ni menos dramática. Solo varía el estilo, pero la inmersión en las profundidades más oscuras de la condición humana está presente en ambas por igual. De hecho, con Logan Roy, el personaje del padre, han logrado algo similar al efecto Tony Soprano. Es un individuo despreciable, pero rodeado de quien está y con las situaciones a las que se enfrenta, acaba cayendo bien, o al menos mejor que los demás.
También está muy cuidado que los problemas a los que se enfrenta la empresa ficticia de los Roy, el grupo Waystar Royco, son los mismos que se leen en las páginas sepia de los periódicos. Concretamente, hay mucho tomado de los Murdoch o de empresas como Disney, AOL o Warner. Sin embargo, el detalle que marca el desenlace de todas las tramas es tan simple como el amor. Decía el sabio que en una relación siempre hay alguien que quiere más que la otra parte y, por lo tanto, es el esclavo de la relación. Para Shiv, una de las ricachas de esta serie, su marido Tom, de menor estatus, puede ser objeto de toda suerte de humillaciones sentimentales, algunas que se clavan como agujas en el espectador. Cuatro palabras de Shiv a Tom tienen más violencia que toda la saga de Rambo, aunque haya quienes crean erróneamente que el melodrama es para personas sensibleras. Algo tan sutil y tan bestial pega un giro al desenlace final de la temporada para levantarse a aplaudir de pie, sobre todo porque a los espectadores nos habían dado una larga cambiada con un affaire tan actual como... una fotopolla en horas de trabajo. Con semejantes crueldades, aunque haya sido entre risas, los espectadores de esta serie hemos ido y hemos vuelto del mismísimo averno. No es un 9,9, es un 10.
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