Don Quijote ha vuelto a ser derrotado en Barcelona. Hace poco, Ada Colau, los socialistas y los de ERC le negaron una estatua. Nada sorprendente en una ciudad que perdió el norte al confiar su suerte a una partida de políticos palurdos y haraganes
La última vez que visité Barcelona fue un año después del intento de golpe de Estado. Era el verano de 2018. La ciudad estaba tomada por banderas independentistas y carteles en favor de los presos. Hacía tiempo que no la pisaba. Varias veces había estado en la capital catalana, la primera en octubre de 1996. Me deslumbró. Todos los elogios que había leído y escuchado de ella se quedaron cortos. Sí; Barcelona era, ante mis ojos de periodista novel, la ciudad de los prodigios, una de las más hermosas de España.
En aquel verano intuí que algo se había roto en Barcelona, pero no supe, entonces, qué se había jodido. Los acontecimientos posteriores —aquella ciudad quemada y sitiada por vándalos en octubre de 2019— me sacaron de dudas: lo que había intuido era el principio de una decadencia que para algunos barceloneses había empezado mucho antes, con la hegemonía del pujolismo.
Una mañana bajé por las Ramblas en dirección a paseo de Colón. Quería ver el edificio en el que Cervantes vivió durante su estancia en la ciudad, en el verano de 1610, cuando acudió a entrevistarse con el conde de Lemos, virrey de Nápoles, para formar parte de una embajada de escritores que visitaría la ciudad italiana. Cervantes, insigne y contumaz fracasado, se quedó en tierra, según nos recuerda Martín de Riquer en su delicioso libro Para leer a Cervantes.
Me costó encontrar la casa, situada en el número 2 del paseo. La mayoría de los transeúntes pasa por delante de ella sin reparar en la pequeña placa de color de bronce, poco mayor que un folio, que recuerda que Cervantes vivió en este edificio renacentista del siglo XVI, de cinco pisos. En los bajos había un supermercado chino que deslucía la fachada con un horrendo rótulo rojo.
Como sabe cualquiera que haya dicho leer El Quijote y sea verdad, Barcelona recibe grandes elogios en la novela. En el capítulo LXXII, Cervantes escribe:
“Y, así, me pasé de claro a Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única”.
Se recordará también que al final de la novela don Quijote es derrotado por el Caballero de la Blanca Luna (en realidad el bachiller Sansón Carrasco, pariente lejano mío) en la playa de la Barceloneta.
Pues bien, esa Barcelona homenajeada en nuestra obra más universal ha rechazado dedicarle una estatua a don Quijote y Sancho Panza en esa playa de la Barceloneta. El partido de Ada Colau, los socialistas catalanes y ERC se opusieron a la propuesta de Ciudadanos. No recuerdo la farfolla verbal que adujeron para justificar tal desatino. En el fondo de esa decisión está, evidentemente, que Cervantes fue español de Alcalá de Henares, si bien un sector del independentismo sostiene que nació en Xixona, nacido en una familia de origen catalán, y en realidad se llamaba… Joan Miquel Servent. ¡Qué cosas!
“NEGARLE UNA ESTATUA A DON QUIJOTE ME REAFIRMA EN LA IDEA DE NO VOLVER A BARCELONA MIENTRAS LA GOBIERNEN POLÍTICOS PALURDOS”
Negarle una estatua a don Quijote —como negársela a Ulises y Hamlet, personajes de la literatura universal— prueba la decadencia de una Barcelona que fue envidiada, a finales del siglo pasado, por su modernidad y apertura al mundo. Ya dijimos que el pujolismo la convirtió en una ciudad provinciana, de cejas pobladas y habano de casino de pueblo, con una mentalidad de botiguers de la Cataluña profunda, a lo largo de un proceso que fue llevado por sus herederos políticos —el tontiloco de Waterloo y mosén Junqueras— hasta el paroxismo.
No queda nada de la Barcelona mestiza y punta de vanguardia cultural de los setenta y ochenta, de aquella ciudad que reunió a los escritores del boom, capital editorial del mundo, posada de las historias de Eduardo Mendoza, Manuel Vázquez Montalbán, Francisco Casavella y, muchos años antes, del gran Josep Pla. Parafraseando al escritor ampurdanés, Barcelona ya no merece una discusión entrañable. Barcelona es una ciudad en retroceso, decadente, cerrada en sí misma, antipática para los forasteros (extranjeros, según el lenguaje separatista), del que huyen las empresas y los profesionales, una ciudad que lleva tan calada la boina que no ve más allá de sus narices identitarias.
Si Barcelona ha llegado a ese estado de abandono es por culpa de sus gobernantes catetos, como bien los definió el ministro de Cultura, Miquel Iceta, por negarle una estatua a Alonso Quijano. Por una vez estoy de acuerdo con el destripador de museos nacionales.
Decisiones como la del Ayuntamiento de Barcelona nos tocan en lo más íntimo, en nuestro amor a la lengua castellana y a su literatura, y nos reafirman en la idea de no volver a pisar esa ciudad mientras la gobierne esa partida de palurdos y haraganes. Yo era un devoto de Barcelona, un creyente en su belleza y cosmopolitismo, y hoy me reconozco un ateo. Algún día espero recuperar la fe y volver a pasear por las calles del Barrio Gótico, como si todo lo vivido en Cataluña estos últimos años sólo hubiera sido un mal sueño.