El periodista y escritor de El Saler firma su tercera novela en Jekyll&Jill, una historia de transiciones y asunciones que son una revolución trascendente a escala individual
VALÈNCIA. Uno piensa que se conoce, cuando en realidad, solo conoce lo que es en el momento, o lo que cree que es. Hay quien dice —el físico teórico Carlo Rovelli—, que más que seres —ciñéndonos al verbo ser—, somos eventos: configuraciones concretas de átomos y fuerzas y posibilidades que se suceden. En realidad tiene mucho sentido: la percepción de un todo no resiste el análisis biológico más básico: ya no es solo que seamos el producto de la relación de millones de millones de unidades de vida, sino que además nos conforman otros organismos, como las bacterias, sin los cuales no seríamos lo que somos. Cuando decimos yo, decimos una legión. Y está bien así.
Necesitamos simplificar para poder ser operativos. Lo que ocurre con esto es que razonarlo nos despoja de esa sacralización del uno, grande y medianamente libre en el que intentamos creer: hay que tomarse un poco menos en serio. No hay nada más cómico que esas afirmaciones que tratan de certificar que uno se conoce como la palma de su mano: con suerte, uno conoce un poco de la palma de su mano. Decía Walt Whitman algo así como: ¿que me contradigo? Claro que me contradigo: yo soy inmenso, contengo multitudes —la cita es bastante exacta—. No hay que darle importancia a la contradicción: es de lo más común. Quien no se contradiga con el paso del tiempo, o es un robot, o alguien muy aburrido. No contradecirse implica ser impermeable a los cambios. Decía Keynes —disculpen el abuso de citas—: cuando las circunstancias cambian, yo cambio de opinión. ¿Usted qué hace? Pues eso es: en esta vida mutante, tener verdades inamovibles es cuanto menos inquietante. Lo normal es decirse y desdecirse: donde dije digo digo Diego. Y no pasa nada.
Rafa Cervera, periodista de los que quedan pocos, va ya por su tercera novela en el fantástico sello Jeyill&Jill de Víctor Gomollón: tras toda una vida escribiendo en gran cantidad de medios de renombre, este escritor oriundo de esa isla extraña que es El Saler —que compagina turistas estacionales y una gran soledad—, se puso manos a la obra con otra vertiente de la literatura y comenzó a construir una obra que hoy escribe una nueva línea en la bibliografía con esta Canción para hombres grandes que comienza con una fantástica imagen de cubierta de Josep Ros, muy en la línea de eso a lo que nos tiene acostumbrados Gomollón y que hace de la lectura de un libro de su editorial una experiencia que combina con gran acierto lo literario y lo extraliterario.
En esta ocasión, el autor que comenzó escribiendo sobre Bowie, nos ofrece un relato de cambios profundos; una historia de autoconocimiento, de celebrarse a uno mismo poco a poco pero sin complejos, en una edad madura, tras una etapa larga, una etapa de esas que uno piensa que lo definen y que es ya para toda la vida. En esta canción, el protagonista sufre una ruptura que lo separa de la mujer con quien se veía para siempre: ella pincha esa burbuja de comodidad en la que a veces nos asentamos y de la que a veces también la otra persona sale sin que nos demos cuenta. El protagonista de la novela de Cervera, entonces, se encuentra con una sexualidad olvidada o reprimida, que mucho tiempo atrás, antes de todo lo femenino, la encarnaba un bañador Speedo mojado en una piscina. De nuevo a solas consigo mismo, e inmerso en un proceso de reconstrucción postraumático, el protagonista de Canción para hombres grandes decide —quizás no es propiamente una decisión, sino un episodio indefectible— retomar el hilo de una faceta de su sexualidad hasta entonces inexplorada, las camas de otros hombres a través de los cuales se conoce como hasta entonces no lo había hecho.
La forma de narrar de Cervera es íntima y sensual, algo cínica, ma non troppo: en lugar de canallismo muy visto, lo que hay en las páginas de esta nueva novela suya es, desde la ficción, una honestidad literaria sólida, de escritor que ha encontrado su voz. Por ejemplo: “El matrimonio también se termina así, rodeado de extraños a los que sus parejas siguen amando, o quizás tampoco; entre suculentos platos de pasta y pegajosas tortitas con nata y sirope, cervezas y refrescos, gente nocturna que al menos esa noche aún volverá a casa cogida de la mano de su pareja, personas que recibirán un beso al cerrar la puerta, que se acostarán con alguien que les abrazará, aunque puede que también tengan el crédito romántico casi a cero”. Es cierto: así de prosaicas se acaban las historias de una vida.
El protagonista de la nueva canción de Cervera tiene la fortuna de involucrarse en una profana familia, una terrenísima trinidad en la que llega a sentirse completo, echando por tierra aquello de que tres son multitud. ¿Lo son? Que algo sea convencional no significa que sea lo único factible. Con Martí y Sarrià la vida se vuelve luminosa más allá de la juventud canónica: hay vida, hay espacio para edificar un nuevo yo con recorrido. Cuando hablamos de la honestidad literaria de Cervera, hablamos de su capacidad para hacernos partícipes de esas primeras emociones reveladas mucho después del tiempo en que creemos que tienen lugar las primeras veces. Las circunstancias cambian, y uno cambia con ellas. No tiene nada de extraño. Las puertas no están cerradas hasta que se cierra la última de un portazo y definitivamente. Saber quiénes somos no es una tarea tan sencilla como parece: quien esté libre de dudas, que tire la primera piedra. Quien se considere un tótem inamovible, que se plantee aquello de solo sé que no sé nada: un evento, otro evento, otro evento. Eso es lo que somos, y nada más.