Ian Winwood, uno de los periodistas musicales más populares de Gran Bretaña, pone sobre la mesa un asunto espinoso que atañe a una industria cultural cuyos artistas tienen el doble de probabilidades de morir por causas no naturales que el resto de la población
VALÈNCIA. Amy Winehouse falleció en 2011, consolidando su leyenda como una de las grandes voces de R&B de su tiempo. Sin embargo, su legado para la posteridad no solo abarca grandes canciones y actuaciones emblemáticas, sino también el registro de esas ocasiones en las que la artista británica subió al escenario en un estado de embriaguez que, además de no permitirle cantar ni recordar sus propias letras, exponía dolorosamente su enfermedad ante decenas de miles de personas. ¿Era necesario? ¿Resulta paternalista o ingenuo por nuestra parte considerar que quizás hubiese servido mejor a los intereses mentales y profesionales de la artista británica que alguna persona de su equipo hubiese impedido ese tipo de situaciones? ¿Hubiese servido de algo? Muchas preguntas quedan en el aire.
En el año 2004, Arthur Lee, líder de Love y artífice de algunas de las canciones más bellas de folk rock de la década de los sesenta, llegó al recinto del FIB de Benicàssim con más de media hora de retraso con respecto al comienzo programado de su concierto. El chófer que había ido a recogerlo al aeropuerto de València informó por teléfono al equipo de producción del festival de que, después de buscarlo infructuosamente en el punto acordado, había encontrado por fin al Sr. Lee, aunque visiblemente ebrio y desorientado. Cuando el coche llegó directamente al pie del escenario -con la banda lista para actuar y el público progresivamente impacientado, reclamando a gritos la aparición del autor de Forever Changes-, parecía evidente que el artista de Memphis no iba a ser capaz de mantenerse de pie, ni mucho menos conducir un show de una hora de duración. Los responsables del festival presentes en el backstage plantearon la cancelación del concierto, pero el tour manager de la banda disentía: “No os preocupéis. Sí que podrá subir”. Arthur Lee ofreció ese día de agosto un espectáculo muy triste desde todos los puntos de vista, con el agravante de ser también uno de los últimos, porque falleció tan solo dos años después. Muchas de las personas que estábamos allí presentes pensamos que el músico merecía un poco más de respeto. Merecía que, en ese momento concreto -en el que estaba atravesando el duelo por la muerte de un amigo-, que alguien con capacidad de mando le protegiese de sí mismo.
Por supuesto, se podría rebatir esta opinión con muchas otras preguntas: ¿Qué ocurre con la retribución de los músicos de la banda que sí se ha presentado a la cita en pleno estado de forma? ¿Qué pasa con los fans que llevan anhelando años, quizás toda una vida, ver a Love en directo? ¿Qué hacemos con el compromiso del festival con los asistentes que han pagado la entrada? Está claro que al final todo se reduce a cuál es el orden de prioridades -humanas o empresariales- que queremos que rija en un determinado sector.
El alcohol y las drogas no son un coto privado de la música, su presencia es común en muchos otros círculos. Sin embargo, en ningún otro ambiente laboral podrían darse este tipo de situaciones. Seguro que nadie se imagina una empresa industrial, financiera o tecnológica en la que se anime a participar en una reunión con clientes a un trabajador que llega a la oficina tambaleante y confuso.
Basándose en su experiencia como periodista musical durante más de tres décadas, como redactor de la veterana revista británica Kerrang! y en diarios como The Telegraph, Ian Winhood ha escrito un libro que abre el debate sobre la responsabilidad que tiene la industria de la música en el hecho de que una parte abrumadora de sus artistas sufra graves problemas de salud mental, muchos de los cuales terminan en suicidios, sobredosis y accidentes mortales. Bodies -publicado en España por la editorial Liburuak- es también un libro de redención, en el que su autor comparte con los lectores su propia caída a los infiernos.
La tesis de fondo de Winwood apunta a que la expresión “sexo, drogas y rock and roll” lleva demasiado tiempo enmascarando una problemática mucho más profunda que la mera celebración del exceso por parte de un colectivo de músicos con síndrome de Peter Pan y elevadas dosis de narcisismo.
Es necesario apuntar que, si bien el libro aborda asuntos muy interesantes sobre la relación entre la industria y la salud mental, lo cierto es que su visión es bastante parcial porque todas las historias contenidas en el libro hacen referencia a bandas y artistas de éxito masivo como Biffy Clyro, Mötley Crüe, Green Day o Muse. Artistas cuyo trabajo se desarrolla en circunstancias muy particulares que implican fama, dinero, grandes estructuras profesionales a su alrededor y giras extenuantes por todo el planeta. Winwood, todo sea dicho, tampoco es un periodista musical común. Pertenece a esa clase de profesional del gremio que ya apenas existe; de los que se han pasado la vida viajando con los gastos pagados -incluidos los que cubrían su desaforada tolerancia al alcohol-, saltando de continente cada semana para entrevistar a los grupos de metal, heavy y punk más famosos del mundo.
Con la caída drástica de los ingresos procedentes de la música grabada, el modelo de negocio de la industria ha virado, creando una dependencia enorme hacia el dinero procedente de las giras y la venta de merchandising. En otras palabras, los músicos profesionales necesitan más que nunca lanzarse a la carretera. Muchos de los casos que relata Winwood en el libro se refieren a grupos que han implosionado como consecuencia de esta forma de vida, que no es fácil de sobrellevar a medio o largo plazo, por mucho dinero que ganes. “En un autobús de gira donde llegan a convivir más de doce personas; sus ocupantes, agobiados, corren el riesgo de convertirse en codependientes e infantilizarse”, apunta.
Alejados de sus casas durante meses, y envueltos en una atmósfera irreal que bascula entre la euforia causada por la adoración de las masas, el agotamiento físico, el aburrimiento mortal de la carretera y las dificultades inherentes a la convivencia, muchos de ellos se pierden a sí mismos en una montaña rusa infinita de consumo de sustancias y terribles resacas y depresiones. Muchísimos de ellos no son capaces de subirse al escenario noche tras noche sin la ayuda extra de las drogas y el alcohol, lo que a su vez allana el terreno a todo tipo de situaciones violentas y peligrosas. No ayuda el hecho de que, en su condición de estrellas del rock y máquinas de hacer dinero, nadie les frena los pies. “Es un ambiente muy intenso y es fácil encontrarte con que no sabes cómo vivir fuera de él”, apunta el cantante y guitarrista de Metallica, James Hetfield. Su banda fue quizás la primera que se atrevió a hablar abiertamente de los problemas mentales atraviesan las bandas de éxito masivo -su documental Metallica: Some kind of Monster (2004) no tiene desperdicio-.
Para apoyar estos argumentos, Winwood salpimenta su libro de anécdotas extremas protagonizadas por artistas muy conocidos del panorama musical de las últimas dos décadas. (Hagamos aquí una nota al pie para comentar cómo el relato de este tipo de situaciones lleva décadas alimentando la industria editorial y audiovisual con biografías y documentales escandalosos que fans y analistas culturales consumimos con fascinación, pero que en el fondo contribuyen a una cierta glamurización de la adicción y la enfermedad).
Según el autor, otro de los factores que anidan detrás de la inestabilidad emocional de los músicos es la situación de vulnerabilidad financiera de las bandas que, a pesar de ser la fuerza creadora sin la que nada existiría, son el eslabón más débil de la industria. Los contratos abusivos, la falta de conocimientos financieros básicos con los que supervisar sus propias cuentas y la precariedad relacionada con los derechos de autor con la eclosión del streaming tienen mucho que ver con esto.
Winwood denuncia la inacción de todo el entramado de tour managers, discográficas, promotores, etc que asiste con impasibilidad al declive físico y mental de sus artistas hasta que es demasiado tarde. “Me pregunto si parte del problema es que nadie tiene jefe -se pregunta el autor-. La industria de la música tiene una cadena de mando tan confusa como cabe imaginar y a menudo se materializa en una coalición de codependientes incómodos y mal definidos”. “Hay una especie de vacío, de reticencia, a asumir la responsabilidad de cosas que son delicadas en relación con un artista”, apunta por su parte el psicólogo Charlie Howard, especializado en el estudio de la salud mental en el sector.
Es además un ambiente tóxico en el que muchas veces los miembros del grupo no pueden contar con sus propios compañeros para sacarles del atolladero y tomar decisiones difíciles, como por ejemplo abandonar una gira cuando no se puede más o rechazar propuestas golosas, pero potencialmente peligrosas, como la de participar en un late show ultrafamoso que puede quintuplicar de la noche a la mañana tu fama sin que estés capacitado para gestionar la presión que esto lleva consigo.
“Siempre fui consciente de que la discográfica te puede dejar tirado, de que puedes arruinarte y de que la vida puede dar un giro así. En esta industria, no creo que nadie pueda sentirse cómodo nunca. Te escupe -afirma Chris McCormack, cantante de la banda 3Colours Red-. Mientras la gente compre tu disco y las entradas, te quieren. Pero en cuanto paras, te dan por el culo y pasan al siguiente. Hay demasiado donde elegir”.
Cada vez hay más estudios que ponen en evidencia con cifras la dimensión del problema.
En 2016, Help Musicians UK (HMUK) realizó el mayor estudio conocido sobre las condiciones de trabajo de los músicos llamado Can Music Make You Sick?. Según el estudio, el 71.1% de los músicos han experimentado ataques de pánico o altos niveles de ansiedad y 68.5% han experimentado síntomas de depresión. Ese mismo año, en Estados Unidos se llevó a cabo un estudio similar que concluyó que la tasa de mortalidad de los músicos era dos veces superior a la de la población general en ese país.
Aunque Winwood reconoce que poco a poco la industria empieza a darse cuenta de que tiene un problema de base, parece muy significativo que las iniciativas que se han puesto en marcha en los últimos años para ayudar a los músicos -como la organización benéfica Tonic Music for mental Health- han partido de los propios músicos. Además, es conocido que muchos ex-adictos ayudan a compañeros años después: Dave Navarro, de Jane’s Addiction, hizo de padrino de Jimmy Chamberlain de The Smashing Pumpkins durante su proceso de rehabilitación; Elton John ayudó a Rufus Wainwright; Courtney Love y Duff McKagan a Mark Lanegan, y así un largo etcétera.
Bodies tiene el mérito de hablar sin tapujos de un problema tan generalizado como silenciado. Lo hace, eso sí, de una forma un tanto laberíntica que mezcla conceptos y puede inducir al lector a cierta confusión. Parece como si Winwood tuviera varios libros en su cabeza, pero por alguna razón decidió embutirlos en un solo volumen. Tenemos la radiografía del periodismo musical en el mundo anglosajón y el relato -destapado aquí por primera vez- de los casos de acoso sexual en la redacción de Kerrang!, una de las revistas musicales más importantes del mundo. Winwood ahonda también en el espantoso caso de abusos sexuales a menores protagonizado por Ian Watkins, cantante de la banda galesa Lostprophets, con la que tuvo una relación muy estrecha durante años, siendo por tanto testigo de primera fila del progresivo declive moral del cantante. La pregunta es si tiene sentido vincular los problemas de salud mental que atañe a un gremio con la depravación de un solo individuo.
Otra de las carencias del libro es el hecho de que prácticamente todos los ejemplos reseñados corresponden a artistas hombres, blancos y heterosexuales, principalmente del mundo anglosajón. A excepción de Goat Girl y algún caso más, no podemos extraer ninguna información ni cita bibliográfica que nos aclare si este problema afecta de forma similar a las mujeres artistas o a las personas racializadas.