En este país de todos los demonios, que de nuevo parece irse al traste, toca buscarse una isla para sobrevivir a tanto desatino. Esa isla puede ser la familia, los hijos, los amigos o una tarde de sexo y mentiras con un desconocido. Hay que ponerse a cubierto de los desastres del mundo, teniendo el placer como única e innegociable filosofía
El sábado es el día dulce de la semana. Le precede el viernes, al que llegamos en reserva, agotados por tanto trajín y quebraderos de cabeza, y le sucede el domingo con sus tardes tristes y tediosas. Un sábado de este mes comí, en agradable y amorosa compañía, en el bar El Mosset, al lado de la estación de metro de Paiporta. Hay decisiones de las que uno se arrepiente toda la vida —como la de votar al señor Mariano Rajoy en 2011— y otras de las que te sientes orgulloso. Comer en El Mosset, del que apenas tenía referencias, fue un acierto considerable. Me dejé llevar por la intuición y, como sucede en esos casos, no erré en el tiro.
Esa tarde de un otoño veraniego me olvidé del país bronco en el que vivo. Lo necesitaba. Creo que casi todos estamos hartos de lo que está sucediendo. Una comida sencilla, hecha de una ensalada y una generosa ración de chuletas de cordero a la brasa, regada por una botella de vino que nos pimplamos hasta la última gota, hizo que me sintiera como un príncipe de Gales. Para ser feliz, pensé, no hace falta gran cosa; basta con conocer tus límites, que pueden ser muchos y poderosos, y disfrutar de lo que te toca en cada momento.
Aquella ración de chuletas a la brasa, degustadas en el bar de la estación de Paiporta, era una experiencia más real que Cataluña y el resto de España juntas
Chupando los huesos de las chuletas como un caudillo vikingo advertí que había vuelto a tener los pies en el suelo. Noté una bajada de patriotismo, lo cual gustará a mis amigos y conocidos progresistas, todos ellos proclives al diálogo con los malotes del otro lado del Ebro, aquellos a los que queremos ver en Soto del Real, donde sirven, según me cuentan, una sopa castellana riquísima.
Las chuletas que devoraba, mientras pasaban trenes en dirección a Torrent y València, eran más reales que Cataluña y el resto de España juntas. Su sabor, su textura, el crujir de la carne quemada, la saliva que segregaba constituían un hecho concreto, tangible y mesurable, todo un deleite para mis sentidos. ¿Podría decir lo mismo de mi querida España o de la Cataluña protestona? No lo creo. A veces conviene ponerle más sensualidad a la vida y quitarle metafísica y retórica, en definitiva, concederle más protagonismo a la piel y prestarle menos atención al tráfico de ideas prestadas.
Los discursos grandilocuentes y las huecas proclamas —esa palabrería con la que comercian los hombres de poder— envejecen pronto en una crisis como la que padecemos. Soy el primero en admitirlo. Cuando leo lo que escribí sobre Cataluña hace apenas un mes, llevado por un oportuno y necesario ardor guerrero, lo encuentro ya anacrónico, como superado por las circunstancias. Tuvo su razón de ser, pero aquello ya pasó. El patriotismo agota y, como ocurre con el amor, nubla el entendimiento y nos convierte en peores de lo que somos. Ahora que vuelvo a ser el hombre escéptico que siempre fui, mi patriotismo, aun sin desaparecer —porque sigo amando a mi país—, adquiere un peso liviano y un tono menos beligerante.
Los escépticos nos conformamos con poco. Esa es la verdad. Cuando vienen mal dadas y todo parece irse al garete, como sucede ahora, toca buscarse una isla, entre otras razones para estar a salvo de los tiburones que dominan el mar. Seas hombre o mujer, rico o pobre, españolista o independentista, joven o viejo, al final tendrás que buscarte una isla para sobrevivir a los desastres del mundo que, como todos sabemos, son muchos y ninguno tiene remedio.
Una isla es el antídoto para el aburrimiento que seca nuestras vidas, el puente para escapar de la mediocridad, la ilusión que nos fuerza ingenuamente a levantarnos después de una caída. Cada cual debe llenar de contenido esa isla: para unos será la pareja, sus hijos, la amistad; para otros, las tardes de sexo con desconocidos, viajar a las playas de Cádiz, darse un pequeño capricho o morir por un gran vicio. Para mí, que nací con pretensiones más bien modestas, la posibilidad de una isla —y tomo prestado el título de una novela de Michel Houellebecq— significa regresar a El Mosset a probar su paella a la brasa y después, acaso levitando merced a los licores degustados, compartir la tarde con un cuerpo amable y solícito hasta que llegue la noche, cuando las caricias sustituyan definitivamente a las palabras como único lenguaje aceptado.