Como ya les he contado alguna vez, el tiempo cronológico en los medios de comunicación es un laberinto manchado de tinta invisible, como los de Borges. Hoy leen ustedes lo que yo escribí ayer, durante la mañana posterior a la gran granizada del lunes por la noche. No se me pierdan, que ya van tres días correlativos en danza, pero no lo puedo remediar. Aludo a la tormenta porque a todos nos gusta comentar lo que hemos tenido que fregar en el patio de nuestras casas o enfervorizarnos con lo que nos habría podido suceder pero nunca sucede, que es justo la carencia afectiva de lo que Andy Warhol llamaba los quince minutos de gloria. Porque cuando sucede de verdad, estamos demasiado ocupados como para contarlo. Bien, la granizada, pues.
Fue terrible despertarse con una banda de granaderos tocando la marcha real del apocalipsis sobre nuestras cabezas, sin duda. Pero al mismo tiempo, fue hermoso asistir a la sinfonía de lámparas encendidas que fue apoderándose de toda la ciudad. Yo salí a comprobar que todo estuviera en orden, vi las luces de la casa de mi vecina, me asomé al balcón y en uno de los edificios de enfrente, una muchacha a contraluz se asomó a la ventana tapada con una cortina roja, lo cual es mucho más de lo necesario para empezar una buena novela. Todos presumimos que íbamos a poder contar una historia al día siguiente, la del salón inundado, la de las tejas desdentadas, la del río de granizo de un palmo de altura que convirtió por un instante a Alicante en una ciudad navideña de cuento de hadas. O de película de sobremesa en Antena 3.
Y fue hermoso porque los alicantinos no nos hermanábamos así, quizá, desde las marchas contra ETA tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco, una iniciativa que recuerdo por la masiva asistencia, inusitada fuera de festivos –y a veces, ni así- en la ciudad, y porque ese día me crucé por la calle con el director de cine Víctor Erice, a quien asalté como un adolescente con carpeta, figura que sospecho que ya no existe. Sí somos muy de quejarnos, los alicantinos, no los adolescentes con carpeta, de lo que pasa y de lo que no, de las goteras producidas por los impactos del granizo y de las que nos podría haber ocasionado. Pero solo somos gregarios de puertas hacia adentro y sin que implique proximidad personal. Como una manada de lobos con grupo de whatsapp. Lo más normal es que aprovechemos las reivindicaciones de unos cuantos, por la infrafinanciación o por la falta de agua o por los recortes de las pensiones o por cualquiera otra circunstancia tomadelabastillesca que merezca nuestro aullido común, para visitar el apartamento en la playa o jugar al monopoly con los protagonistas de alguna serie de Netflix.
Ya no le doy vueltas a estos asuntos porque ya no soy tan joven, pero en algún momento he creído que el alicantino es exactamente igual que su provincia, disperso, polarizado, poco nuclear y resignado a tener que convivir con vecinos de todas las procedencias, que se dejan el dinero en nuestros impuestos muebles e inmuebles. Nos quejamos poco y mal, rasgo que compartimos con casi todo el resto de españoles. Pero es que, además, carecemos de influencia, carisma o de un teléfono rojo que nos comunique directamente con la sala de guerra en la que, como nos enseñaron Peter Sellers y Stanley Kubrick, no se debe pelear. Repasen por su cuenta las carencias económicas a las que nos han sometido todas las administraciones de todos los colores posibles (es decir, dos) durante las últimas décadas. Comprobarán que estamos acumulando bilis y silencios por encima de nuestras posibilidades. Saquen sus conclusiones. Después, lo más probable es que acabemos hablando de la granizada del lunes por la noche. Como diría un personaje de Julio Cortázar, esto lo escribí mañana.
@Faroimpostor