Rambleta acoge el 22 de mayo el show de Tomàs Fuentes e Ignasi Taltavull en el que el público comparte los episodios más bochornosos (y divertidos) de su vida
VALÈNCIA. Un martes cualquiera sales del trabajo y, de camino al metro, comienzas a sentir que algo terrorífico está teniendo lugar en tus intestinos. Algo brutal, apestoso e incontenible. Antes de que seas capaz de alcanzar un baño, el horror escatológico se apodera de tu organismo y te desborda. De repente, te encuentras atrapado en plena calle por furibundas circunstancias fecales que escapan a tu control. La gente que pasa junto a ti te mira entre la pena, el asco y el asombro. No te queda más remedio que esperar en un rincón 45 minutos a que tu madre pueda recogerte y llevarte en coche a casa envuelto en una toalla. Durante todo ese proceso deseas que un agujero se abra bajo tus pies y te trague para siempre. Sin embargo, conforme pasan las semanas, lo que constituyó una sesión de bochorno absoluto acaba convirtiéndose en la anécdota con la que arrancar una carcajada a tu interlocutor. Precisamente el ejercicio de convertir nuestro peor momento en nuestra mejor historia constituye el núcleo de La Ruina, el show conducido por Tomàs Fuentes e Ignasi Taltavull que llega este 22 de mayo a Rambleta.
El mecanismo del programa (cuyos episodios están disponibles tanto en formato podcast como en YouTube) es tan sencillo como frágil resulta la dignidad humana. Los espectadores que desean subir al escenario a relatar su anécdota más lamentable apuntan su nombre en un papel y, por sorteo, se eligen a unos cuantos. Los seleccionados relatan ese episodio de vergüenza ajena y Fuentes y Taltavull –en calidad de cómicos, guionistas y maestros de ceremonias– comentan y diseccionan sus historias ante el patio de butacas. La peripecia más miserable se lleva un premio; cuanto peor, mejor.
“Teníamos la sensación de que todo el mundo tiene una historia patética y divertida que siempre sale cuando te juntas con amigos. Sucesos que cuando te ocurren te quieres morir, te dan mucha vergüenza, pero que unos días después lo relatas a tu gente de confianza partiéndote de risa. Creíamos que no se había explotado mucho ese campo en el ámbito del humor, pero no pensábamos que fuera a funcionar tan bien”, rememora Tomàs. Igualmente, su compañero recuerda que La Ruina está a punto de cumplir 100 capítulos “y suben más o menos 4 personas por show, así que estamos a punto de llegar a las 400 historias contadas que, de otro modo, no habríamos conocido. Me parece muy emocionante. A menudo, la anécdota que comparten ya la han explicado mil veces a sus amigos y, de alguna manera, la han ido perfeccionando cada vez que la cuentan. La gente que sube hace un trabajo de guionistas sin saberlo: han pulido la trama, saben donde tienen que poner énfasis, donde hacer pausas. Inconscientemente, se han acostumbrado a mantener la atención de la gente”. Y claro, nada cautiva más a un homínido que una historia bien contada.
El ridículo compartido se convierte así en una suerte de catarsis colectiva, una forma de exorcizar el patetismo en comunidad. “Creo que lo que más engancha de La Ruina es que tanto los participantes como quienes únicamente observan sienten que pueden contar asuntos íntimos sin que nadie les juzgue”, indica Taltavull. “Y que todos somos un poco patéticos en algún momento de nuestra vida y nos podemos reír de ello sin miedo”, resalta Tomàs, quien señala que durante el transcurso de cada programa “hay una identificación entre el público y quienes están abriéndose, pues recuerdan que a lo mejor ellos también hicieron algo parecido en algún momento y pensaban que habían sido los únicos. Y se dan cuenta de que no, de que todos somos igual de tontos. Cuando ves que alguien ha hecho una estupidez enorme, te das cuenta de que no estás solo, de que lo tuyo tampoco es para tanto”.
“Hay un fenómeno curioso que hemos comprobado y es que cuando la gente sale de ver el espectáculo se plantean qué hubiesen contado ellos, reflexionan sobre cuál es su mayor ruina. Para parte del público, la conversación en el bar con los amigos tras el programa acaba siendo una prolongación del propio show”, explica Taltavull.
¿Contar tu capítulo más humillante ante cientos de desconocidos? ¿Exponer el ridículo más ridículo de todos los ridículos que jamás hayas hecho? ¿Por qué iba a alguien a mostrar a campo abierto sus vulnerabilidades? Según Funtes resulta “bastante liberador poder compartir en voz alta eso que te abochorna, poder plantearlo desde el humor, desde la posibilidad de reírse de uno mismo, y ver que no pasa nada malo por ello. Reconoces que te equivocaste y que, en el fondo, puesto en perspectiva, da igual. Lo considero una sensación muy poderosa. Tiene algo de terapéutico, desnudarse emocionalmente ante la gente”.
Taltavull introduce aquí una de las bases fundacionales de La Ruina: colectivizar la risa, no el prejuicio. “Siempre hemos tenido muy claro que nuestro papel como presentadores no era criticar o señalar a la gente que nos cuenta algo, sino crear un ambiente de colegueo. Que puedas mostrar ese aspecto de ti mismo que escondes en Instagram y que nos podamos todos reír de ello de una forma distendida. Creo que lo hemos conseguido –destaca–. Si te sientes intimidado por el contexto, no vas a subir a un escenario y contar ante un auditorio algo vergonzoso para ti”. A pesar de ello, asegura que el fenómeno le sigue “sorprendiendo, porque estamos actuando en espacios con un aforo enorme, como Rambleta, que imponen bastante, y la gente sube con mucha tranquilidad y ganas de cachondeo”.
Mientras contemplas el abismo de la vergüenza en toda su inmensidad, en ocasiones te atenaza la duda de si ese relato tan terrorífico y descacharrante será cierto o llevará algunas dosis de fantasía. Sin embargo, apuntan Fuentes y Taltavull, “la vida es tan absurda que incluso lo más inverosímil puede haber sucedido. De hecho, cuanto más rara e imposible parezca una historia, más posibilidades hay de que sea real. Nosotros somos guionistas y tenemos claro que las tramas más estrambóticas que nos han contado tiene que ser verdad porque ni el mejor de los creadores sería capaz de imaginar algo tan rocambolesco”.
Construir un espectáculo a partir de las experiencias de los espectadores implica jugar en cada nueva entrega con cierto margen de incertidumbre. No saber por qué senderos va a aventurarse cada testimonio. La improvisación se vuelve, pues, emperatriz absoluta de estos dominios cómicos. “Cuando iniciamos el proyecto había nervios de no saber lo que nos encontraríamos. Pero ahora, la gente viene muy a favor, sabe de qué va el programa. No somos nosotros montando un show para la gente, sino que lo hacemos entre todos. Cada participante pone de su parte para que todo vaya bien. Los chistes que hacemos son en gran medida para quitar presión a quien está narrando su experiencia, porque no tiene por qué tener vis cómica. Tú vienes a contarnos una historia y la parte de que la gente se ría la ponemos nosotros”, señala Taltavull. Y aquí Fuentes introduce otra derivada: “tenemos el privilegio de poder hacer a esa persona que está relatando su vivencia las preguntas que quizás se está planteando el público, analizar cómo llegó hasta ese momento de ruina y por qué”.
Cada entrega de La Ruina cuenta además con un invitado conocido que también comparte su vivencia más terrible. Por sus micrófonos han pasado y confesado Berto Romero, Ana Morgade, Marc Giró, Facu Díaz o Carolina Iglesias. Una podría pensar que perfiles con cierto reconocimiento serían reticentes a exhibir a diestro y siniestro esos instantes de oprobio, pero resulta que no. “Nos ha sorprendido que estas personalidades célebres se han prestado a explicar cosas que no han contado en otros sitios ni contarían en otros sitios”, sostiene Fuentes.
“Nosotros mismos nunca sabemos lo que contará el invitado, no queremos saberlo, lo descubrimos en directo y es lo que esa persona quiera. Da igual que alguien salga en la tele y sea famoso o que trabajes de veterinario, allí estamos juntos en esa mesa; me parece un valor importante del programa”, señala Taltavull. El bochorno es como la muerte: nos iguala a todos, no entiende de oficios ni de cuentas corrientes. Según defienden los conductores de La Ruina, “todos en algún momento hemos tomado una decisión absurda que, a todas luces, era incorrecta. En otras ocasiones es el destino el que te juega una mala pasada. O que no sabemos gestionar ciertos acontecimientos. Claro, cuando lo ves desde la distancia es muy fácil plantear qué reacción sería la acertada, pero en el momento, la situación te puede y acabas optando por la opción más tonta”.
Decenas y decenas de ruinas acumuladas en este inventario colectivo permiten calibrar qué factores se repiten más a menudo en nuestros bochornos, cuáles son los comunes denominadores de estos momentos para la infamia (y la gloria). Entre las coordenadas que proliferan, Taltavull destaca “todo lo que tiene que ver con la escatología o las borracheras. Los festivales de música y las citas que salen mal son otros contextos que concentran muchas ruinas… Esos serían los temas estrella, pero luego hay gente que nos habla de un fin de semana en el spa que a priori tiene que ser todo fantástico y es el sitio donde sucede lo peor. La virtud del programa es que pueden ser ruinas muy complejas o tonterías que te han sucedido en la panadería. De vez en cuando sale una ruina con unos elementos que no han salido nunca antes y eso me hace especial ilusión”.
Expertos ya en la geografía del patetismo y la vergüenza ajena, Fuentes y Taltavull van guardando en su zurrón mental las ruinas que más les impactan o fascinan. A continuación, algunas de sus peripecias favoritas. “Un chico intentando poner las cenizas de su suegro dentro en una bolsa de supermercado, cómo se llegó a esa situación es muy complicado de contar…”, recuerda Taltavull. Su compañero se queda con la aventura de “una chica que está cuidando del perro de una familia. Se le muere el perro, lo lleva al veterinario en una bolsa de deporte en el metro…y le roban la bolsa con el perro muerto dentro. Terrible todo, y ese ladrón abriendo la bolsa y probablemente pensando ‘tengo que parar de robar’”.
El avezado lector de Culturplaza estará agitando un puño en el aire mientras farfulla: “mucha ruina ajena, mucha ruina ajena, pero ¿cuándo comparten ellos sus momentos de indignidad?”. Consultados al respecto, Taltavull admite que esos sucesos del deshonor propio los reservan “para el teatro. Unos minutos antes de grabar relatamos nuestros bochornos y así la gente que viene a ver el espectáculo en directo tiene algo extra”.
Los discursos del éxito a cualquier precio invaden nuestra existencia por tierra, mar y aire. Se nos cuelan por las rendijas de las ventanas, se deslizan por las tuberías de nuestra casa. Frente a ese contexto en el que ser considerado ‘un triunfador’ es la clave para recibir el beneplácito social, ensalzar los momentos de miseria y fracaso, se vuelve una iniciativa casi disruptiva. Una apuesta por los instantes menos brillantes y lustrosos de nuestra trayectoria. “Estamos acostumbrados a intentar proyectar una imagen de nosotros que consideramos superior a lo que realmente somos. Parece que tengas que fingir que estás siempre de viaje, siempre contento, que todo te va bien en el trabajo… Frente a eso, nuestro espacio permite que uno se muestre tal y como es, con sus imperfecciones y sus errores. Y, sobre todo, que lo pueda exponer sin verse ridiculizado. Hay mucho miedo, en general, a que la gente te vea de forma absurda, que sepan que has cometido ciertos errores. Pero una vez lo expones, sales hasta reforzado”, subraya Taltavull. Para Fuentes, el espíritu de La Ruina “es el contrario al de una TED Talk: ya sabemos que todos tenemos una parcela en la que somos buenísimos e inspiradores, aquí queremos conocer justo el lado opuesto”.
“¿Y qué invitado aparecerá en La Rambleta el próximo domingo?”, se pregunta ansiosa la audiencia de este diario. Pues es un secreto de Estado: “no lo decimos con antelación porque queremos que la gente venga independientemente del invitado, la gente llega virgen al show; hasta que no se publica en Internet, no se sabe quién ha venido”, asegura Fuentes.
El universo es salvaje y cruel; en cada esquina nos aguardan trampas, bochornos, afrentas y trámites burocráticos que nos acaban sumiendo en la desesperación, pero esos instantes de horror se viven con menos angustia si piensas que, algún día, se convertirán en una estupenda historia para contar en una cena. “Ahora siempre vamos con ese chip, si en algún momento nos pasa algo ridículo, al principio pasas vergüenza, pero automáticamente yo ya pienso ‘buah, esto va para La Ruina’”, sostiene Fuentes. “Es una filosofía vital que te quita un peso de encima”, resume Taltavull. El patetismo de hoy es la anécdota de mañana… Y menos mal.
Jesús Torres lleva a Rambleta la premiada obra Puños de harina, en la que recupera la historia del boxeador alemán y gitano Rukeli, que enfrenta con un relato sobre la España de los 80