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Baja un poco la música, que no me deja ver

11/06/2022 - 

VALÈNCIA. Hay demasiada música en las películas y en las series. Ya está, ya lo he dicho. También la hay en las cafeterías donde pretendes tener una charla tranquila, o en los restaurantes, sitios para comer y hablar en los que te pasas el rato pidiendo que, por favor, bajen la música. Debe ser signo de los tiempos. No soportamos el silencio.

¿No han tenido esa sensación, viendo una serie o una película, de que en algunas secuencias la música está molestando? ¿Que la oyen demasiado? ¿Que, qué cosas, no deja ver bien lo que pasa? Yo la tengo cada vez más. Pensaba que eran manías de señora mayor que ha visto mucho cine y muchas series, pero hete aquí que últimamente algunos compositores han venido a darme la razón. Olivier Arson, que tiene en su haber títulos cinematográficos como El reino o Que nos dios nos perdone y series como Antidisturbios y La zona y que visitará València próximamente invitado por Cinema Jove, decía en una entrevista publicada en Culturplaza: "El enemigo de la música en el cine es la propia música: hay demasiada". ¡Gracias, Olivier!

Hay más. En la mesa redonda sobre la música en las series que organizó LABdeseries a finales de abril, los compositores Iván Martínez Lacámara (Los hombres de Paco, La casa de papel, El embarcadero, Un paso adelante, etc.) y Nico Casal (La enfermedad del domingo, María (y los demás), Maricón perdido, etc.) también hablaron de la música excesiva y de la necesidad de los silencios. En concreto, Nico Casal comentaba que “hoy en día tenemos miedo de dejar 40 segundos en silencio” y lo vinculaba al temor a que el espectador perdiera la atención y se desenganchara del relato.

La presencia de la música en el cine surgió, paradójicamente, cuando el cine no disponía de herramientas para registrar el sonido. En ese periodo, desde el nacimiento del cine hasta finales de los años veinte del siglo pasado, el cine que llamamos mudo en realidad nunca lo fue. Las imágenes siempre estuvieran acompañadas de sonido, puesto que la proyección contaba con música tocada en directo, desde un simple piano hasta una orquesta, en función de las posibilidades de cada sala. En los primeros años, hasta que en los años veinte el cine se convirtió en el espectáculo más extendido y se normalizó el largometraje como el eje de la sesión cinematográfica, también había, además del consabido pianista, comentadores o intérpretes que hacían voces o efectos de sonido.

¿Qué pasó cuando se inventó y extendió la técnica que permitía insertar el sonido dentro de la propia película, eso que denominamos cine sonoro? Que la música que había acompañado a las imágenes de principio a fin siguió, aunque ya se oyeran los sonidos del ambiente y los diálogos, porque a nadie le pareció raro que sonaran violines o un piano en medio de una conversación o una escena de acción. Y se convirtió en un elemento narrativo y expresivo de primer orden. 

En el Hollywood de las décadas siguientes a la llegada del sonido, la música ocupó un lugar central. En Lo que el viento se llevó, esa catedral del cine clásico, no hay prácticamente ni un minuto, de las cuatro horas que dura, en los que no suene música, solo que a veces está concebida para no ser escuchada, para no notarse aunque siga actuando en nosotros. En general, en el cine clásico la banda sonora tiende a estar muy presente y al subrayado.

En ese periodo clásico se acuñó el concepto mickeymousing, derivado del uso de la banda sonora musical en los primeros cortos animados de Disney, en los que se sincronizaba con los movimientos y la acción que mostraban la imagen. El mickeymousing es muy habitual en el cine clásico y, en general, en el cine comercial actual y desde siempre. Tiene su máxima y casi caricaturesca expresión en esas bandas sonoras que subrayan cansinamente la acción: ese “¡Tachán!” que acompaña a la terrible y dramática revelación que afecta a los protagonistas de los culebrones, el mentado violín en las escenas románticas o la música de tensión que anuncia el susto en el cine de terror o de suspense.

En los años sesenta del siglo pasado, entró en crisis el modelo del clasicismo hollywoodiense y llegaron nuevas formas de hacer cine y de contar historias con los llamados Nuevos Cines (con la Nouvelle Vague al frente) o los grandes cineastas de la Modernidad, como Ingmar Bergman, Antonioni, Pasolini, Cassavetes, Tati, etc. que transformaron el lenguaje cinematográfico para siempre. Y uno de los cambios formales, narrativos y estructurales más llamativos se dio en el uso de la música: desde suprimirla por completo a utilizarla de forma heterodoxa y altamente provocadora, enfrentándola a las imágenes, a contrapelo del subrayado que comentábamos. De hecho, hoy en día, la ausencia de música en una película continúa siendo una provocación para gran parte del público, un auténtico desafío.

La música es esa cosa misteriosa que penetra en nuestra cabeza y nuestra emoción sin remedio y sin que queramos. Ha acompañado a la humanidad desde siempre y todavía no sabemos muy bien cómo funciona dentro de nuestro cerebro: la ciencia sigue estudiándolo. Lo que está claro es que secuestra nuestras emociones. Y ese secuestro es una de las bases que sustenta el uso (y el abuso) de la música en las producciones audiovisuales.

No se trata de que la música acompañe a las imágenes, se trata de construir el sentido del relato. Vuelvo a Olivier Arson. En la entrevista reseñada dice: “es algo que quiero hacer cada vez más: intentar hacer una música que no subraye sino que intente añadir subtexto”. Por supuesto. La unión de música e imagen construye el sentido porque la música no es un accesorio. Que esté o no presente en una secuencia cambia su sentido, su carga emocional y nuestra percepción. 

Sin embargo, cada vez más tengo la sensación de que la música se utiliza como un efecto especial más y, en estos tiempos de grandes y carísimos artefactos cinematográficos, llenos de tecnología abrumadora, persecuciones, escenas de acción y efectos especiales, la música parece ir al montón, venga, acumulemos, que suene más. Ruido y furia. La casa de papel sería un perfecto ejemplo: que todo explote, que todo se mueva, que todo suene; no demos ni un respiro al espectador y que acabe agotado. La tiranía de la música sobre nuestra emoción en todo su esplendor: no nos deja escapatoria y nos impide pensar.

Arson ponía como ejemplo de esto en la entrevista el caso de The Northman, pero, en realidad, casi cualquier producción comercial, sea de acción o no, nos sirve: cualquier entrega de la saga Misión imposible, mismamente, o de Star Wars. En el extremo opuesto, y sin ir al territorio del cine autoral minoritario, tenemos el caso de The Wire, la extraordinaria serie de David Simon que cumple ahora veinte años, y donde no hay música, solo la que forma parte de la acción y al inicio y al final. Esto que estoy diciendo no implica un juicio de valor sobre la banda sonora y la creación del compositor, la música puede ser muy buena, muy bella y merecer ser escuchada, es solo que su uso es excesivo y molesta.

Es obvio que tenemos el imperativo comercial que comentábamos antes de “mete música para que sigan prestando atención y no miren el móvil”, pero también hay algo que opera en otro nivel, más allá del mundo del blockbuster, y que es una desconfianza en el poder de la imagen, como si los creadores no confiaran en lo que muestran y necesitaran que la música subraye, no sea que al espectador se le escape algo. El efecto puede ser contraproducente: un exceso de música interfiere en el visionado, molesta, chirría. Ahí es donde se impone esa sensación de que la música no está dejando ver las imágenes, por paradójico que parezca.

Claro que también podría ser una desconfianza en el espectador y su capacidad para entender lo que está viendo, efecto lógico de una industria que cada vez infantiliza más al público. No sé qué es peor. En fin, a quien corresponda: confíen un poco más en nuestra percepción y capacidad, dejen de considerar que la música es ruido, bajen el volumen y dosifíquenla un poco gracias.

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