Lo confieso. Yo también me llevé una gran desilusión cuando me explicaron uno de los enigmas físicos que me fascinaba desde pequeño. Se trata del reflejo de la luna sobre el mar. En lugar de expandirse por toda la superficie del océano, se concentra ante el observador, aunque este esté en movimiento. Allá donde vas, el haz blanco te sigue y riela con el oleaje, como en el poema de Espronceda. Precioso. Alguien como yo, que tengo al lunático en la cabeza y aúllo en el balcón en las noches de plenilunio, no necesita más para fabricar asombros. Muchos años después, me lo explicaron. El fenómeno, al parecer, se debe a la curvatura de la Tierra. No quise aprender ni recordar mucho más. Y como siempre, como cuando te dejas atrapar por un juego de manos de Juan Tamariz, sientes un pellizco de desilusión si permites que te revienten el truco. Es mucho más fácil creer en lo que no se puede demostrar, como bien sabe el cardenal Cañizares. Porque es inmutable. Y la ciencia tiene la maldita costumbre de obligarte a buscar nuevos mitos cada vez que escribe una fórmula en la pizarra.
Con el paso del tiempo, he acabado de entender perfectamente a los tierraplanistas, por ejemplo. Y, en general, a los conspiranoicos. Son como el especialista en fiestas populares en una redacción de periódico, siempre se puede echar mano de él cuando no sabes por dónde tirar, le encanta todo aquello que tú aborreces y es capaz de sacarte la misma página cada año sin apenas retocar más que un par de palabras. Más imprescindibles de lo que ellos mismos se creen, aunque no por los motivos que ellos creen. El problema es que ahora alcanzan tribunas que antes ni soñaban. Y se alimentan de los grandes males de la sociedad actual, el déficit de comprensión lectora y la urgencia. El púlpito de una iglesia no era más que el escenario de un cuentacuentos hasta que llegaron las redes sociales. Los defensores del chip maligno de Bill Gates no eran más que cuñados subidos de tono que se pasaban los convites de boda en la puerta de los baños hablando con el aplique del pasillo. Para difundir la llegada del anticristo jamás se había utilizado el estrado del rectorado de una universidad. Ni siquiera en Murcia. Bosé nunca fue el Bowie español que siempre quiso aparentar, ni Bunbury una copia de Jim Morrison, ni Calamaro el Dylan castellanoparlante.
Yo he creado mi propia teoría, también. Si estudias atentamente los anuncios de la pitonisa Esperanza Gracia sin sonido, los gestos a contratiempo que realiza con las manos mientras habla representan la letra de Helter Skelter, la canción de The Beatles, pero puesta del revés. Es una hipótesis tan válida como cualquiera. También dispongo de una tribuna, esta columna, en la que difundirla, con sus correspondientes cajas de resonancia en Twitter y Facebook. Pero no cuajará. Porque, como bien sabe Cañizares, no está pensada para echar la culpa a nadie. De nada. La fe en lo inmutable e indemostrable sirve para sacar adelante una vida llena de complicaciones, lo he visto e incluso celebrado. Pero, en la mayor parte de las ocasiones, se utiliza para eludir responsabilidades. Las vacunas, Gates o las autoridades chinas son tan inalcanzables como Satán. Que, efectivamente, está en cada uno de nosotros cuando nos levantamos con el pie izquierdo. Y así nos va.
@Faroimpostor