El discreto encanto de un hijo tonto, pero heredero multimillonario
El discreto encanto de un hijo tonto, pero heredero multimillonario
VALÈNCIA. Pues ya está, se acabó. Nos hemos quedado sin la dosis semanal de adrenalina, mala leche, estupor y temblores que nos ha proporcionado Succession, especialmente en su cuarta y última temporada, magnífica. Los autores, encabezados por su creador Jesse Armstrong, han echado el resto, tras tomar la sabia y coherente decisión de ponerle un final en pleno éxito, y nos han ofrecido un espectáculo apabullante. Así que, antes de nada, gracias.
Quienes no la hayan visto y lean la sinopsis de la serie pensarán: “vayapordios, otra serie de cabrones ricos que se pelean por el poder y, pobrecitos, también lloran, esto ya lo he visto muchas veces, paso”. Craso error. Sí, es una serie de cabrones ricos que se pelean por el poder y, pobrecitos, también lloran, pero esto no es lo de siempre. No lo hemos visto contado así.
Succession es una demostración más de que, en la ficción, no se trata de lo que cuentas sino de cómo lo cuentas. Y aquí han contado de maravilla esta historia de cabrones ricos que blablabla, sorprendiéndonos no por giros locos de la trama a lo Falcon Crest, que eso está al alcance de cualquiera, sino por los riesgos asumidos y por su enorme calidad. Porque, de pronto, ese millonario miserable al que desprecias y esperas que le llegue su merecido, te conmueve hasta la médula e irías corriendo a darle un abrazo aunque su corbata cueste tu sueldo mensual y sepas que no te va ni a mirar desde su altura. Y todo eso sin dejar de ser nunca consciente de que, aunque entiendes su dolor, es un ser miserable y egoísta, tu enemigo de clase (social) y el responsable de que el mundo sea todo lo injusto e incómodo que es.
Que nadie se engañe. Por mucho que la serie contenga la idea de que los ricos también lloran, pobrecitos, la mirada sobre ese mundo de la élite no pretende confortarnos. No está hecha Succession para que admiremos a los multimillonarios que dominan el mundo y nos sintamos superiores moralmente a ellos, con la idea de que son ricos, pero también desgraciados, el dinero no da la felicidad, quién quiere eso, me vuelvo a mi vida precaria con alegría y orgullo, etc. No. Aquí hay capítulos que te piden al acabar salir a quemar algo; que, como en The good fight pero en otro estilo, invocan un “eat the rich” anticapitalista (cada vez más necesario en la vida real, por otra parte). Porque Succession, siendo un drama familiar bastante particular es una serie profunda y conscientemente política, que muestra los entresijos del poder y las entrañas desalmadas del capitalismo.
Esto tiene que ver con el tono muy particular de la serie. Aunque la cámara está encima de los personajes, pegada a ellos, luego hablaremos de esto, logra mantener una distancia con lo narrado y, sobre todo, un equilibrio entre nuestra identificación personal en lo emocional con esos hermanos víctimas de un padre tiránico y ausente y de una madre terrible, y nuestra implicación en un universo despiadado donde mandan la ambición, el dinero y el poder. Es un drama y hay mucho dolor, pero también una comedia. Una cruel y amarga, de esas que te deja una sonrisa helada. En el capítulo final sabemos quién ha ganado y perdido y conocemos el destino de los personajes. El milagro de este relato es que aun pensando ‘pobre hermano Roy, la que le espera’, sabes que no es un perdedor, que ser o no ser el presidente de la empresa de comunicación más grande del mundo no es una tragedia real, sino un capricho de niño o niña rica que podrá llorar en su jet privado o en su mansión. Que la tragedia es la existencia de esa empresa y de esa casta de ricos y de esa forma de ejercer el poder.
Cuando escribí aquí mismo sobre las dos primeras temporadas me preguntaba por qué una historia tan alejada de mí, de las que, a priori, no me interesan nada (yo soy de las de ¿otra historia de ricos que lloran y se matan entre ellos? No, por favor) consiguió importarme tanto y mantenerme en vilo. No hay repuesta única, como suele pasar. Pero sin duda, una parte de esa respuesta pasa por su extraordinaria calidad. Por la excelencia de sus guiones, por el nivel asombroso de los y las intérpretes y por un trabajo de puesta en escena que en la última temporada ha alcanzado cotas sublimes. Es el riego estético, narrativo y formal que la serie ha abrazado. Esa cámara inquieta, cargada de película en 35 mm., es decir, rodada en cine, no en digital, que no para de moverse entre los personajes con un estilo como de reportaje televisivo en directo, que nos mete en la acción sin dar respiro.
El ritmo de muchos capítulos es trepidante, aunque lo único que vemos es a gente moverse, en general por lujosos interiores o espacios exteriores cerrados, y hablar. Cuentan los directores cómo rodaron algunos de estos episodios inolvidables con tomas larguísimas sin cortar, en las que con dos o cuatro cámaras, según el capítulo, iban enfocando a unos actores absolutamente metidos en sus personajes y desplegando un gran talento muy bien dirigido. ¿Les ha sonado a Cassavetes? A mí también. Hay momentos, sobre todo en esta cuarta temporada aunque no solo, que parece que estemos viendo un film del padre del cine independiente y su apuesta por la absoluta veracidad de las emociones. También a ratos piensas en Buñuel y su mirada profundamente antiburguesa, otras en Chabrol y su disección entomológica de los ricos. A veces parece unos de esos lujosos y estilizados melodramas hollywoodienses de los años 50 estilo Douglas Sirk, aunque sin colorines.
He dicho que no paran de moverse y hablar pero, en realidad, no se han movido del sitio. El poder sigue estando en la misma gente y seguirán haciendo lo mismo: establecer alianzas y traicionarlas, mentir y engañar para conseguir más cuota de poder o más dinero, conspirar con amigos y enemigos. En ese sentido, en el ámbito empresarial, quien sea el CEO, la consejera o el subdirector da igual, los personajes son intercambiables, como se dice de uno de los protagonistas en el último capítulo, frase que, en realidad, vale para cualquiera de ellos. Pero hay quien no es intercambiable. El padre. La madre. Y esa es la cuestión. El drama. Lo que hace que Succession no sea una película de Ruben Östlund (como El triángulo de la tristeza) ni The White Lotus: aquí no estamos en el territorio del grand guignol, ni del esperpento, ni de la farsa, ni hay una apuesta por lo grotesco, por más que algunas situaciones o personajes lo sean. Aquí hay dolor y grieta y herida de verdad y un trabajo de puesta en escena que consigue expresarlo a la perfección.
Podría seguir escribiendo varios artículos más intentando dar cuenta de la complejidad de la serie y de sus protagonistas, lo bien que le ha sentado la periodicidad semanal, desmenuzando la realización y cómo ocupa cada personaje el espacio (da para una tesis), los muchísimos símbolos y metáforas que despliega, el análisis de algunas secuencias extraordinarias, el valor de las muy arriesgadas decisiones narrativas que toma y mil cosas más, pero hay que acabar. Logan, Kendall, Shiv, Roman, Tom, Connor, Willa, Greg, Lukas, Caroline, a pesar de lo terribles y despreciables que habéis demostrado ser, estoy encantada de haberos conocido en la ficción. Gracias por tanto.
Para superar la resaca de 'Succession'
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Dinastía Murdoch: la historia que inspiró Succession no tuvo ninguna gracia
El creador de Brassic vio cómo su padre, que trabajaba en una fundición a la que tenía que acudir en bicicleta, fue despedido en los 80, lo que acabó en divorcio y en una familia desestructurada. Él era disléxico, no tenía acceso a tratamientos de salud mental y acabó siendo un adolescente hinchado de antidepresivos que se puso a mover marihuana. Basada en esa experiencia real, surge esta serie, con dos primeras temporadas bestiales, en la que refleja una clase trabajadora adorable que lo respeta todo menos la propiedad privada