Nunca hemos dejado de ser nómadas. De ahí que no entendamos a De Gea cuando hace la estatua y observa la parábola de los lanzamientos rivales como si estuviera en el palco de Old Trafford. O al mando de una de las cámaras del VAR, detrás de la portería. Si moviera los pies, siquiera unos centímetros, ya sería de los nuestros. Una cometa de vuelo corto y atada a un plomo enterrado en el suelo sin que se sepa por qué. Nosotros somos la cometa, digo. Y De Gea también. Todos querríamos volar hacia la escuadra, dibujar una palomita de fotografía de seminario de posguerra, sacar la pelota con la punta enguantada de los dedos, a mano cambiada. Pero tenemos los pies atados a la tierra, a una tierra predeterminada, sin que nadie sepa por qué. Y así es casi imposible pasar de cuartos. O abrir una frontera.
Todo esto viene por el Mundial, naturalmente. Y por casi todo lo que de verdad interesa, que sucede porque somos nómadas y no nos damos cuenta hasta que alguien activa la señal del arco de seguridad de nuestro aeropuerto. O naufraga en nuestra orilla. La mayor parte de nuestros problemas nace en una frontera. En una evasión fiscal. En la musculación de un arancel. O en el mar, que no es más que un límite sin componentes artificiales. Y siempre hay algo importante que hacer en el mar, como cantaba Alberto Pérez. Cuidar de las olas, vigilar las mareas. O disponer de un gran mediocentro y de dos carrileros que den recorrido a las bandas. O poblar la defensa, como quieren Salvini y Trump, seguramente porque sus selecciones no se han clasificado para el Mundial. Y cuando no tienes fútbol en las botas, tu único argumento es el catenaccio y las jaulas para niños, porque no sabes que los aficionados de Senegal dan ejemplo y limpian las gradas cuando se van. Y que México goleó a Alemania. Son estrategias de equipo pequeño, de los que aguantan todo el primer tiempo y se desfondan en la segunda parte, en cuanto China o la Unión Europea les enseñan las facturas. Ahora que todos volvemos a ser entrenadores, debemos incidir en la presión. Necesitamos que el mundo entienda que es nómada. El fútbol también consiste en traspasar la última frontera.
Porque no podemos parar. Hasta Rajoy ha acabado en Santa Pola, que está más lejos de Pontevedra que Nueva Zelanda. Y pese a todo, Mariano vuelve a su registro cada día, a trabajar y desayunar con el Marca, antes de fichar cada tarde en el ambigú del Meliá, para ver el fútbol y ejercer de Hierro. Y a lo mejor percibe que no hay peor manera de defender una patria que un Mundial. Porque la gente solo agita las banderas cuando se gana una copa o una guerra. Pero cuando hace falta un escudero para Busquets antes de asaltar el frente ruso, que desde Napoleón siempre juega en casa, internamente empezamos a animar al equipo que nos resulte más simpático. Islandia, Panamá, Egipto. O Bélgica, que es el tapado de turno. Durante un Mundial está permitido ir con Portugal o con Argentina sin ofender. Porque en el fondo somos nómadas. Migrantes, apátridas y turistas. Y lo de las banderas, los escudos y los colores debió de inventarlo otro. Seguro que no le gustaba el fútbol. Seguro que no pasaba hambre. Ni miedo. Seguro que tenía tanto interés en apreciar las virtudes de un falso nueve como de respirar al otro lado de un muro. Que es por donde estamos recibiendo todos los goles. Como los equipos pequeños.
@Faroimpostor