Me había propuesto no entrar esta semana en redes sociales. Ni prueba de supervivencia ni acto de contrición. Simplemente, ponerme en modo spoiler off para escapar de los comentarios sobre Juego de tronos, la serie que más penaliza a los que todavía nos gastamos dinero en comprar deuvedés originales. La experiencia con las temporadas anteriores obligaba a esconderse en un claro y evitar tropezar con los muchos árboles de Twitter y Facebook, de los que, cuando menos te lo esperas, resuena un estrépito de exaltados que caen como bellotas y dejan un eco infinito. Sin embargo, hay veranos empeñados en desmentir la pereza de sus días y este lleva camino de caldear las redacciones de los medios de comunicación más allá de los reportajes para becarios, los sucesos atribuidos a la canícula y el habitual rosario de fichajes deportivos que siempre acaban por ser una graciosa anécdota a mediados de agosto.
Si hubiera cumplido con mis expectativas, apenas me habría enterado de la muerte de George A. Romero -lean el magnífico obituario que escribió aquí David Martínez- y la habría atribuido a un titular con gracia referido al socialismo de aquí y de allá, muy entretenido últimamente en la resurrección de cadáveres y en la consumición de cerebros despistados. Tampoco habría podido guardar duelo por el fallecimiento de Martin Landau ni darme un homenaje -lo hice el lunes- volviendo a ver Delitos y faltas, película que protagonizó y que entreveró dos de mis mayores obsesiones, Woody Allen y Fiodor Dostoievski. Sin el apoyo de la lectura diaria de este periódico y del repaso somero de las redes, habría pensado que la alusión a la cinta de Allen no era más que otro divertido juego de palabras referido a la detención de Ángel María Villar, cuya noticia está precisamente en que se ha dado una noticia que casi todo el mundo esperaba. El mundo del fútbol (y del deporte en general) cada vez está más lejos de los ideales olímpicos, las reglas caballerescas del Marqués de Queensberry y las crónicas de Pascual Verdú Belda, y cada vez más cerca del chalaneo de casquería de los medios especializados y de los callejones donde los equipos de limpieza vomitan la carroña de Wall Street, que luego se recicla en garitos subterráneos de apuestas como el que aparece en El golpe.
Sin embargo, de lo que más me habría arrepentido en el caso de que hubiera cumplido con mis buenos propósitos de la semana sería de perderme la tremenda escandalera que se ha montado en el Reino Unido con la elección del decimotercer Doctor Who, cargo que esta vez ha recaído en una mujer, la actriz Jodie Whitakker. La serie de la BBC, estrenada en 1963, cuenta las andanzas de un alienígena que es capaz de viajar en el tiempo en una cabina de teléfono y que regenera su cuerpo cuando se le avecina la muerte, lo que ha permitido a la cadena pública británica el cambio de intérprete sin problemas de verosimilitud. Por primera vez en más de cincuenta años, el personaje ha cambiado de género y los fanáticos han estallado en las redes como Javier Marías ante un Hamlet interpretado por Glenda Jackson. Los comentarios -a los que la BBC ha respondido con sorna y flema- demuestran que aún queda mucho para que hasta en la vieja Europa los hombres nos quitemos las pieles de las cavernas y nos acostumbremos a tener jefa, socia, confesora, mediocentro defensiva o compañera de filà. Yo, por mi parte, estoy deseando que llegue esa Jane Bond que corre por los mentideros del cine, para ver si trata con la misma condescendencia y superioridad al correspondiente secretario Moneypenny, loquito por sus huesos. Pero no adelantemos acontecimientos. Estamos en modo spoiler off.
@Faroimpostor