Ayer se cumplieron 75 años de la muerte de Miguel Hernández en la cárcel de Alicante, entre esputos de sangre, corrientes de aire y manchas de humedad. La tuberculosis que acabó con él solo fue el último reventón orgánico, el tiro de gracia que siguió a la pobreza, al hambre, al miedo, a la guerra, a una trinchera de ideas, a la persecución, a la venganza, al absurdo, a la pérdida, a un corrillo de carceleros, a una enfermería sin recursos, a una mordaza que jamás funcionó. Ayer se cumplieron 75 años de la muerte de Miguel Hernández, a quien siempre he valorado más como símbolo que como poeta.
No soy el único, me parece. El legado de Miguel marchó a Jaén, a un pueblo sembrado de olivos y parientes lejanos, porque también su nuera, Lucía Izquierdo, tasó en más valía el retrato de Buero y sus posibilidades de estampación que los versos de El rayo que no cesa. Ayer todo el mundo se abrió el pecho en la Red para latir al ritmo de las Nanas de la cebolla, pero hace unos años, cuando se perpetró la subasta de cuadernos y recuerdos hernandianos en Elche, nadie hizo lo imposible para conservar, en su pueblo y el nuestro, la voz de Miguel envasada al vacío para evitar óxidos y erosiones. Ni Elche ni Orihuela ni Alicante ni el Consell ni el Gobierno supieron convencer de la imposibilidad de tasar un pie quebrado a los herederos, que estaban y están en su derecho de considerar a Miguel como marca registrada, como royalties para canciones, como icono pop, como herida de una de las dos Españas, como lo que quieran. Salvo como poeta, porque los poetas sin simbología no venden, porque los números no tienen buena rima ni saben a café.
Ayer se cumplieron 75 años desde que a Miguel se le escapó por la garganta el último verso sin coagular y nadie dejó escapar la oportunidad de recitar ante un fondo con luz de palmeras y sombra de higueras. Hasta el ministro de Cultura quiso sumarse a una memoria llena de banderas tricolores, relatos de una derrota y un rastro de esqueletos en las cunetas. Un ministro del mismo Gobierno que se olvidó de Cervantes el año pasado, del mismo Gobierno que ha abofeteado, amoratado, pateado, zancadilleado y arrastrado por el barro a la Cultura como si no fuera más que una maría del programa educativo o la efeméride idónea para aprender a programar un tuit. Pero Miguel es un símbolo, más que un poeta, y reivindicar su figura es una estrategia de marketing, más que un vuelo de metáforas. Un selfie con autógrafo, una pancarta de cartón con estrofas como eslóganes, un destino turístico que llega tarde, un ensueño de verano con música de Serrat, una camiseta de marca con efigie de perfil, como las del Che.
Ayer se cumplieron 75 años desde que Miguel Hernández dejó la mazmorra en la que no pudieron hacerle callar. Creo que vale más su historia que sus versos. Y casi todos se empeñan en darme la razón.
@Faroimpostor