Hay cosas que te aparecen en los recuerdos como si fueran souvenirs del Paleozoico. Como aquel Auto de Carnaval celebrado en la Plaza del Ayuntamiento de Alicante sobre el que planeaba la amenaza del derribo de la Comandancia de Marina. El texto rebosaba chistes que caían como piedras de catapulta sobre los dirigentes de la ciudad. Y con uno, especialmente, explotó la risa, explotó el sarcasmo y explotó también el dolor. "Los operarios del derribo de la Comandancia se han equivocado", decía, "y han acabado derribando el (hotel) Meliá. Sorprendentemente, nadie se ha quejado". Por supuesto, aquello no era más que el bulo de una máscara de yeso y colorines. El hotel sigue en pie junto a la fachada litoral y la Comandancia de Marina quedó reducida a cascotes, allanada por el alzheimer de la historia y protagonista de series de fotografías en sepia que siempre visten mucho en cualquier exposición sobre el pasado.
Aquel edificio que ya solo existe en los libros de historia es uno de los atentados más recientes a la fisonomía de la ciudad. Pero no el único. Por acción y omisión. Alicante es una ciudad sin memoria y sin pasión por la piedra. Es una ciudad muy de deslucir las fachadas, muy de decorar las calles con paredes medianeras, muy de sustituir la porcelana del pasado por jarrones fabricados en Taiwan. Es una ciudad que se conforma con ver amanecer cada mañana, el resto no importa tanto, salvo que afecte a los presuntos emblemas de la ciudad. Por mucho que esos presuntos emblemas estén corrompidos por el moho de los negocios turbios. Cualquier amenaza sobre los pocos testimonios arquitectónicos con valor que contiene Alicante se olvida con una paloma bien fresquita servida en un chiringuito al borde del mar, junto al apartamento en San Juan.
Solo faltaba que se abriese un resquicio legal en el Catálogo de Protecciones municipal que aún está por aprobar para que se cuele una corriente cargada de especulación y visiones de futuro. Mi compañero Raúl Navarro publicó ayer el caso de un edificio cuya fachada podría tener una segunda oportunidad pero que está a un paso de acabar en el olvido como tantos otros. Un rasgo más del rostro del asfalto que se perderá. Seguro que no es el más famoso, seguro que no es mejor que otros que han sufrido la caries implacable de la indiferencia. Pero lleva años alimentando las arrugas de la edad de esta ciudad, tan acostumbrada al retoque estético a peor, al lifting de la piqueta. A dejar morir de ruina y ratas durante décadas palacetes con un siglo de antigüedad. A enmascarar el paso de las civilizaciones bajo mantas de tela asfáltica. A convertir en noticia la restauración de una fachada de piedra. A someter el hallazgo histórico a la dictadura de la prisa y la conveniencia política. A poner en evidencia cualquier intento de que la Unesco fije su mirada en el Postiguet y sus alrededores.
A este paso, cualquier día nos toparemos con que la Casa Carbonell, por ejemplo, ya no existe. El cine Ideal está en peligro. Nadie impidió que el Hotel Palas deglutiera los restos del puerto primitivo que escondía en su interior. Hasta el legado del arquitecto Juan Vidal podría someterse a los vaivenes del ladrillo. Y tampoco prestaríamos mucha atención. Cualquier día regresaremos de vacaciones y nos encontraremos con una ciudad que no conocemos. Y volveremos a encogernos de hombros y a conformarnos con que mañana vuelva a salir el sol.
@Faroimpostor