Lo mejor que tiene Alicante es que nunca defrauda. Cualquiera que venga de visita tras una estancia prolongada más allá del Muro encontrará una ciudad similar a la que dejó atrás. Quizá ensanchada por algún costado, pero similar. Sí, los hilos los siguen moviendo los mismos. Sí, sigue siendo, probablemente, la ciudad más desaprovechada del planeta. No, nadie hace nada para alterar la dinámica. No, no tiene pinta de que haya cura para la catalepsia. Alicante es como la habitación de un maniático, todo está en el mismo sitio, no vaya a ser que cualquier día no nos encontremos. Como si nos gustara resolver todos los días el mismo crucigrama. Como si nos amenazara una amnesia senil. Puro maná para la nostalgia.
Da la impresión de que los alicantinos que aterrizan por Navidad como los turrones de Jijona y los calcetines de último recurso siempre preguntan con la esperanza de que haya cambiado el final de la película que ya han visto mil veces. Y claro, no es así. Uno responde con la cara de quien tiene que explicar el argumento de una porno. Leve encogimiento de hombros, leve alzamiento de cejas, fugaz mirada al reloj. Y para evitar repetirse, pide unos panchitos y una cerveza, por si cuela. Aunque nunca cuele.
Por supuesto que no es del todo cierto que la ciudad permanezca inmóvil como una caravana atrapada por la nieve en plena AP6. Ha crecido el macramé de los barrios, se han abierto vías para una eventual transfusión de aire, si fuera menester. Y durante los años de la crisis, el sustrato cultural subterráneo -a la manera de Jack Kerouac- ha crecido. Precisamente ahora, cuando los colegas de entonces ya no estamos para cargar amplificadores, ahora que hemos cambiado la caña en el Supporter por un maratón de Stranger Things, ahora que ya no sabemos lo que hacen nuestros hijos adolescentes cuando salen del cobijo de sus redes sociales y sus juegos online, tan calentito, tan a mesa y mantel.
Lo que permanece inalterable es ese contrato que la ciudad parece haber firmado con la nada. Ese aguantar hasta morir de inanición. Esa sensación de desconfiar de Colón y Magallanes. Nadie ha sabido sacar a Alicante de la oficina en la que ficha cada día desde no se sabe cuándo, la rutina bartleby y tierraplanista, como aquel soldado japonés que seguía defendiendo el territorio décadas después de que acabara la Segunda Guerra Mundial. Como si los responsables de la política municipal, desde la época de Trajano, solo supieran asomarse a la ventana, alargar un brazo y pensar en colocar unas cuantas terrazas en plena vía peatonal para tomar unos panchitos y una cerveza en pleno enero. Por si cuela. Y cuela, vaya si cuela.
Alicante sigue viviendo en una celda de clausura con vistas al mar. Nadie la sacude para apartarla del mal camino del funcionariado de cédulas y papeleos. Nadie se atreve a diferenciarla del resto de la provincia con un fuerte impulso cultural, por ejemplo. Nadie se atreve a plantar cara a València para fortalecer el comercio marítimo con un puerto musculado y estratégico. Nadie se atreve a consolidar el turismo de congresos pese a que a doscientos dentistas burgaleses se les convence simplemente con sol y salitre. Nadie se atreve a firmar acuerdos de Viernes Santo con la Belfast del Vinalopó. Nadie se atreve a presentar un mínimo proyecto que no acabe pisoteado por los de siempre. En el fondo, la vida así es más fácil. Si la pregunta es la de cómo sigue Alicante, la respuesta siempre es la misma. Igual que siempre, tráete unas cervezas y unos panchitos. Y enchufa la Play.
@Faroimpostor