Durante las fiestas parezco un perro mientras lo bañan. Que sí, que se deja, que se porta bien, pero que cuanto antes acabe el suplicio, mejor. Ya han terminado las festividades obligatorias de invierno. La temporada empieza a principios de diciembre y, en València, termina el primer lunes de abril. Los santos, la Constitución, Navidades, fin de año, Reyes, Semana Santa, los santos Vicentes y alguna más que olvido. Festividades mayormente religiosas donde casi todo mi entorno deja de trabajar, a excepción de comerciantes, hosteleros y camellos.
Soy positivamente pobre y de ninguna me puedo escapar, no tengo chicha pa pirarme. No soy de celebraciones guionizadas aunque, si no molestan, tampoco me importan. Las de diciembre suelen ser en familia y, salvo el despiporre culinario, las llevo muy bien.
¡¡¡Pero aigh, cómo duele marzo!!! En Valencia, se celebra la llegada de la primavera quemando lo viejo para que florezca lo nuevo, que como concepto es molón. Esta idea la representamos por medio de las fallas, monumentos de madera, cartón y poliestireno que el fuego acabará por purificar. Me parto cuando hacen crítica política, introspección social, riesgo artístico y te llevan a la reflexión, la opinión, el disfrute sensorial y bla bla bla. Pero no, en los últimos años triunfan monutrastos de aspecto disneyniano, a base de alardes técnicos y estéticos, que te dejan que ni fu. De lo de la sostenibilidad, contaminación y tal ya si eso ni fa.
Es cierto que disfruto con las paellas como epicentro social, y con el olor a pólvora, pero no aguanto las discomóviles ni las bandas de cornetas ni las batucadas ni el todo vale. Tampoco soporto la ofrenda floral mariana, que convierte, sobre todo a ellas, en floreros lacrimosos en medio de una fiesta de origen pagano cargada de humor. ¿Qué pinta un evento de devoción religiosa en medio de una fiesta gamberra y profana?
Y es que no entiendo a las falleras y el papel decorativo que representan. Todo a su alrededor es cursi. Con lo atractivo que son los espolines, ¡que poco acertada es la indumentaria! Porque no es fea no, ¡es horroroza! No ensalza nada de la figura femenina y, además, los moños y peinetas convierten cualquier rostro en una suerte de panquemao sobre mesa camilla. No hay fallera agraciada. ¡¡¡Compara ese atuendo con el de sevillana!!! Y qué decir del disfraz de los falleros, paletos, machistas... ¡Maremegua!
Como no soy de ese diez por ciento de festeros que durante días bloquean la ciudad, me aguanto y las disfruto como puedo y sin devoción. Ya puestos a mezclar, estoy pensando soltar en la ofrenda un toro embolao, por lo menos la cosa ganaría en espectáculo y emoción.
Luego vienen las fiestas de Semana Santa. Somos un país aconfesional y no nos atan tradiciones ancladas en el pasado, pero más de lo mismo, el que puede se las pira y el que no se las come. Por cierto, qué miedo pasaba de nano contemplando procesiones con nazarenos de capirote negro, látigos y velones de combate. ¡¡¡Un mal rollo quetecagas!!! Y volvemos a lo de mezclar, pero esta vez ejército y ritos religiosos. Algo que tampoco acabo de entender y me remite a tiempos donde estaba bien exhibir lemas fascistas y banderas franquistas. Todo ofrecido por una televisión aburrida y claramente comunista, por supuesto.
Por fin han acabado. Soy dueño de mi libertad y las critico sin miedo a la censura. A todo esto, ¿Valencia es más conocida por las Fallas o por la ruta del bacalao?
* Este artículo se publicó originalmente en el número 115 (mayo 2024) de la revista Plaza