Estamos asistiendo a un deplorable espectáculo en la ciudad de Alicante. La iniciativa de la concejalía de Memoria Histórica de aplicar y cumplir la ley de Memoria –reiteradamente incumplida por el PP en las últimas legislaturas-- se ha convertido en un fiasco.
El PP en su papel, de salvar la cara al franquismo una vez más, ha puesto todas las dificultades para que la ley se aplique. El alcalde socialista ha corrido a favor del PP, siendo el más veloz para cumplir un requerimiento de la jueza, sin esperar el resultado del recurso que el propio Ayuntamiento había interpuesto. Y las concejalías afectadas, la de Memoria Historica y la de Estadística, han actuado de forma irresponsable, sin atenerse al procedimiento y sin dar hasta el final la pelea ante los Tribunales como correspondería si fueran capaces de defender consecuentemente las medidas que ellos mismos encabezaron.
A su vez, sólo Miguel Ángel Pavón, como portavoz de Guanyar, se manifestó contrario a reponer las placas con argumentos basados en el propio procedimiento que estaba por agotar.
Sea como sea, el resultado, para la ciudadanía, y para quienes viven en calles cuyo nombre ahora es incierto, resulta abrumador. Contra la derecha casposa y anti-diluviana necesitamos una gestión eficaz, valiente, que nos ayude a poner claridad en nuestro propio presente. Pero no es ese el caso. Hemos asistido –y aún le queda recorrido a este desaguisado—a un desastre de incompetencia política a la vista de todos.
Ahora asistiremos a cuenta gotas a las consecuencias de este coctel de despropósitos. Hace unos días, y por decreto de la alcaldía, se repuso la placa quitada semanas atrás, en la plaza División Azul, aquel Ejercito que envió Franco -- supuestamente neutral--, a luchar con los nazis.
Despues, le llegó el turno al aviador golpista García Morato. En esa calle pase parte de mi juventud, allí vivía mi abuela, mis padres, yo misma cuando me emancipé. Alli vivía en octubre de 1977, cuando murió Miguel Grau.
Toca hablar del sentido profundo de aplicar la Ley de Memoria Histórica. Y de aplicarla sin daño para la ciudadanía. Con el ejercicio necesario de explicar a quienes viven en nuestra ciudad las razones profundas y democráticas de las decisiones políticas que se adoptan
El pasado dia 24, García Morato volvió a lucir en el callejero local. Pero Miguel Grau no volverá al olvido.
En Luceros, delante del número 11, el nuevo Ayuntamiento ya colocó un monolito, recordando los hechos, que una y otra vez ha sido destruido en menos de un año. Yo aprovecho este disparate antidemocrático, para relatar la historia de Miguel, que en cierto modo, es la mía y de tantos como yo, que en aquellos años arriesgamos la vida por cambiar nuestra sociedad. Miguel Grau somos cualquiera de nosotros.
Miguel murió asesinado en octubre de 1977. Yo era responsable de un pequeño grupo que pegaba carteles aquella noche en la Plaza de Los Luceros, en Alacant; un grupo de gente joven vinculado al Moviment Comunista del País Valencià; entonces, era una de las caras visibles de aquella pequeña organización. Habíamos quedado para pegar carteles; sumábamos cientos en la ciudad, en la comarca, miles en todo el País porque, por primera vez, tras la muerte del dictador, compartíamos la convocatoria de una movilización todas las organizaciones políticas, sindicales. Era la noche del 5 de octubre de 1977. Pegábamos aquel cartel unitario, impulsado incluso por el Plenari de parlamentaris, los primeros diputados y senadores electos el 15 de junio de 1977.
El país vivía convulso los meses del cambio, la desaparición de parte del aparato franquista y de su estado, de la Falange, la disolución del Movimiento Nacional, la desaparición del Sindicato Vertical, las elecciones, la lenta legalización de los partidos políticos … En la calle los cambios se vivían con temor y desconcierto porque la extrema derecha, la policía y la guardia civil atacaban un día y otro también a personas, sedes de diarios, jóvenes estudiantes, manifestantes, trabajadores en huelga… Como cuenta Mariano Sánchez Soler en su libro La Transición Sangrienta hubo 188 asesinatos de "violencia de origen institucional", tiros por la espalda, estudiantes muertos tras interrogatorios y torturas, cabezas reventadas por las balas de goma lanzadas por la policía.
Todos los partidos, todas las organizaciones, incluidas aquellas que todavía no habían sido legalizadas y por tanto no habían podido presentarse a las elecciones, apoyaban la gran movilización: Volem l’Estatut.
Íbamos a celebrar el 9 de Octubre en libertad, a defender la democracia, a reclamar la oficialidad del valenciano. ¡Llibertat, amnistía, Estatut d’autonomía! No había nada que temer. Pensamos. Aunque esa zona de la ciudad, las organizaciones extrema derecha y la propia policía la calificaba como Zona Nacional y era frecuente que en nuestras acciones y pegadas de carteles fuéramos amenazados por quienes no aceptaban que la democracia se abriera paso.
Miguel tenía 22 años; estaba haciendo la mili en (El) Ferrol (del Caudillo) y había venido unos días de permiso a ver a su padre enfermo y a examinarse en la escuela de Comercio. Era un soldado, un estudiante de esos que antes trabajaban de día y estudiaban de noche su carrera; un dependiente en una tienda de ropa para caballeros. Era, también, mi amigo. Esa misma noche nos habíamos encontrado en la calle García Morato (¿o debo llamarla Miguel Grau?) y de allí, nos fuimos juntos hasta Luceros.
Aún recuerdo la lluvia de aquella noche de octubre, la soledad de la plaza y nuestro ir y venir hasta la fuente a recoger agua para el engrudo, ajenos a lo que se nos venía encima.
Recuerdo la emoción, las prisas, las ganas de que todo saliera bien. Recuerdo los trozos de ladrillo, las piedras –que obviamos--que nos cayeron cerca, tratando de disuadirnos de una tarea en la que estábamos comprometidos y felices de terminarla. Y recuerdo sobre todo el sonido del cráneo de Miguel cuando se estrelló contra su cabeza el enorme trozo de muro que el militante de Fuerza Nueva, Miguel Angel Panadero Sandoval –que luego cambiaría sus apellidos—lanzó desde el balcón de su propia casa, en la última planta del número 11.
Recuerdo a Miguel caído y recuerdo lo valientes que fuimos para recogerlo, para parar un coche, para llevarlo a la residencia (20 de Octubre, se llamaba, en homenaje a Jose Antonio Primo de Rivera, la misma fecha en la que hicieron coincidir la agonía del dictador).
Nos enfrentamos por primera vez en carne propia a la violencia política. Supimos el precio de la democracia, la fuerza de las resistencias. Miguel murió sin recuperar el conocimiento, diez días después. La ciudad entera quedó conmocionada, miles de personas de todo el País, vinieron al entierro; la última ciudad republicana, tras cuarenta años de dictadura, salió de nuevo a la calle movida por el dolor, la rabia, la solidaridad. Miles de personas de todas las edades acompañaban el duelo.
Un entierro en el que, aun en su ataúd, fue de nuevo apaleado. La policía no permitió que el cortejo fúnebre atravesara la ciudad y las fuerzas antidisturbios arrancaron a golpes el cuerpo de Miguel de las manos de su familia, de sus amigos y compañeros y lo llevaron escoltado hasta el cementerio entre la rabia y el llanto de las miles de personas que quedamos descorazonadas en mitad de la calle. Lo contó y lo cantó Al Tall en su canción de duelo. Por eso, gracias a la música, la historia ha sobrevivido en el recuerdo.
¿Quién es Miguel Grau? ¿Porqué el cambio de nombre de la calle?
Desde que hace cuarenta años Miguel Grau fuera asesinado (su asesino fue indultado por el Consejo de Ministros dos años después) nuestra memoria, la memoria de la lucha por la democracia ha languidecido, abandonada en la calle, en las instituciones, en la escuela. La dictadura tuvo como objetivo eliminar –llegado el caso físicamente—a la disidencia política, ideológica, religiosa. Impusieron el terror, el exilio, la muerte, la cárcel y especialmente, el silencio. Y tuvieron éxito en su empresa durante la dictadura y aun después, en ese Régimen del 78 del todo atado y bien atado. Porque llegados al S XXI buena parte de la ciudadanía desconoce que nuestras calles siguen llamándose con nombres que homenajean a golpistas; siguen sin saber que el Partido Popular es heredero de aquellos franquistas que abandonaron sus camisas azules pero no al Opus Dei y siguieron defendiendo su memoria.
He querido contar aquí una pequeña reseña sobre Miguel Grau. Aquel joven soldado que se quedó sin futuro y perdió la vida en nombre de todos.
Todos los Miguel Grau merecen un reconocimiento; merecemos saber de dónde venimos, el precio de la democracia que tenemos.
Merecemos también que nuestros gestores estén a la altura de nuestra memoria, a la altura de la democracia que necesitamos.
* Llum Quiñonero es diputada de Podemos por Alicante