VALÈNCIA. Hasta que llegó Canción triste de Hill Street, la pequeña pantalla solamente sabía de series policiacas trepidantes. Marcaban tendencia las persecuciones en coche, ya fuesen brincando por calles que parecían pistas de esquí (Las calles de San Francisco) o a bordo de vistosos autos deportivos (Starsky & Hutch). Con los maderos de la calle Hill, la cosa cambió radicalmente. Los agentes dejaron de ser aspirantes a superhéroes y se revelaron como simples mortales a los que ni la placa ni la pistola les evitaba sufrir y angustiarse como cualquier otro vecino. Hablaban con largos diálogos y no solamente del tiempo que iba a hacer.
Por primera vez en la historia de la televisión, el fondo era tan importante como la forma. Había llegado el realismo, con el capitán Furillo intentando mantener a flote una comisaría, amenazada por la burocracia y el olvido institucional, cuyas instalaciones olían a desinfectante y compañerismo. El mosaico humano que transita por ella se nos antoja, al fin, real. Ni un ápice de glamour. Llegaría a convertirse en una de las series emblemáticas de la década, junto a su antítesis, la celebradísima Corrupción en Miami.
La idea de hacer una serie policiaca distinta partió de un joven y ambicioso ejecutivo, Brandon Tartikoff, que ejercía como director de programación de la cadena americana NBC. Este le lanzó al productor Stephen Bochco un órdago: «Piensa en una serie de polis que sea como Barney Miller pero en la calle». La mentada serie es, en efecto, el antecedente más claro de Hill Street, una sitcom que transcurría íntegramente entre las paredes de una comisaría. Bochco le ofreció una historia de guardianes de la ley en la que los roles no estaban tan claros. Ni los polis eran siempre los buenos ni los maleantes eran tan malos.
Las tramas dejaban entrever la psique de los agentes, desarrollándose en un entorno en el que términos como crimen y justicia son tan ambiguos como en la vida real. Fue la actriz Barbara Bossom, esposa de Bochco, quien le sugirió la idea de contar varias historias —no olvidemos que esta era una serie coral— en cada capítulo. Las tramas no se cerraban al terminar cada episodio, lo que hizo de la serie una soap opera con nuevos ingredientes. Esa continuidad facilitaba una mayor profundidad psicológica en los guiones.
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