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Ignacio Uriarte, el artista de oficina

El inclasificable artista, alemán de origen —y carácter—, se hartó de trabajar en una multinacional y convirtió el aburrimiento de su jornada laboral en fuente de inspiración para sus creaciones

26/12/2024 - 

VALÈNCIA. Si el sonido de una máquina de escribir es ya de por sí llamativo en un mundo dominado por los ordenadores, más lo es al entrar en el estudio del artista Ignacio Uriarte (Krefeld, 1972). Podría ser uno de los últimos románticos enfadados con las nuevas tecnologías, pero no, está pintando un cuadro. Bueno, en realidad lo está escribiendo. Y es que este alemán, nacido de padres españoles, se expresa con lo que ha bautizado como ‘arte de oficina’: una apuesta minimalista cuya inspiración nace del aburrimiento de un empleado-engranaje de una gran empresa, condenado a pasar horas en un cubículo rodeado por mamparas móviles. Un clip, una carta doblada o unos apuntes hechos a desgana durante una insípida conversación telefónica se convierten en el motor de su forma de entender el arte. Donde otros utilizan pintura y pincel, él recurre a la máquina de escribir vieja y a las míticas cintas de tela de dos colores, de ahí el sonido ambiente que su compañera de taller, la artista valenciana Concheta Vivó, supera escuchando Spotify con sus cascos.

Aunque su currículo es impresionante —«creo que estoy en todas las colecciones en las que puedo estar; ahora a ver qué hago», bromea—, en València apenas se había dejado ver. Lleva afincado en la ciudad del Turia desde hace tres años, de donde es su mujer Miriam (con la que tiene sus dos hijas). La idea es echar raíces aquí, en una casa que están reformando (ella es arquitecto) y que, como toda reforma que se precie, avanza al ritmo más lento posible. Minimalista como es, su carta de presentación ha sido la muestra Correspondencias, inaugurada dentro del marco del festival Abierto València que se celebró el pasado mes de octubre, y que podrá visitarse hasta el 23 de enero. El lugar fue la galería Gabinete de Dibujos, cuyo responsable, Luis Urdampilleta, no ocultaba su satisfacción por haberse convertido en su cicerone.

De ese continuo tac-tac-tac ha conseguido también sacar inspiración. En su taller, hay un pequeño set de sintetizadores donde mezcla ese sonido, tan rotundo como característico, con elementos de música electrónica, y lo devuelve en forma de instalación sonora. Es el ritmo que escuchan de fondo los visitantes de Correspondencias, y que funciona como experiencia inmersiva que ayuda a entrar en su particular universo.

Para la ambientación de Correspondencias «hice un casting con mis máquinas de escribir, hasta encontrar los sonidos que más me gustaban. Luego las teclas van sonando a un ritmo de un cuarto, dos cuartos, tres cuartos y cuatro cuartos, cada vez más rápido hasta volver al punto de partida», explica el artista. Cada ocho golpes, una de las máquinas del conjunto es sustituida por otra, lo que cambia un poco el ‘acento’; al aumentar la velocidad y el número de máquinas (hay hasta cuatro a la vez), los sonidos se entrelazan para remitir a una especie de mecanismo de relojería, el que marca la jornada laboral del trabajador que cuenta cada segundo de menos que le queda para irse, pero con reminiscencias flamencas. 

Huyendo de Alemania

Nada en su biografía hacía pensar que acabaría como artista. Lo suyo no fue una de esas vocaciones que nacen de joven. De hecho, su vida parecía encaminada a sacar partido de su carrera de Empresariales, que le abrió las puertas a sus primeros trabajos anodinos. Pero su «huida» de Alemania empezó un poco antes, con diecinueve años, cuando decidió irse a una universidad madrileña a sacarse la carrera, por gentileza de una multinacional, que le pagó los estudios. «Siemens y otras empresas alemanas cogían a estudiantes que tuvieran un pie en cada cultura, y yo daba el perfil». Con los últimos aprobados ya en su currículo, aceptó un trabajo en Interlub, una firma con sede en México. «Si me tenía que aburrir trabajando, por lo menos que fuera en un sitio que valiera la pena», explica. Allí, pasó cinco años; fue donde empezó a desviarse «del buen camino».

Primero fueron los cursos de cine, donde descubrió que hacer guiones no se le daba tan mal. Luego, un pasito más en esa dirección. Se apuntó a una escuela de estudios audiovisuales «cuyo director era Daniel Varela, un tipo que habían expulsado de la universidad pública pese a haber creado la titulación de cine. Era privada y muy deficitaria, pero lo que faltaba lo ponía Guillermo del Toro, que había sido alumno suyo». Lo mejor, una fauna muy variopinta que incluía desde flâneurs a gente con mucho talento. «Los profesores eran muy buenos, pero cada uno venía de un sitio e iba a la suya. Eso fue una suerte, porque recibías muchas influencias y puntos de vista antagónicos, y al final tenías que buscar tu propio camino». Sin embargo, las perspectivas laborales no eran muy buenas: «Básicamente se trataba de ir a DF a sentarte con otros doce a escribir telenovelas».

Había otra salida: buscarse la vida. «Empecé a desarrollar un lenguaje artístico basado en lo que yo sé hacer o de este mundo del que vengo. Y me fijé en algunos artistas que admiro, como el americano Richard Artschwager, que convirtieron su propia biografía en su inspiración. Había estudiado escultura y tenía una fábrica de muebles que se le quemó y decidió mezclar ambas cosas. Creo, sobre todo, que un artista tiene que ser honesto, y el mejor atajo es hablar de lo que sabes».

Inspiración en Excel

En su caso, esa búsqueda estaba en mirar a su vida de currito. «Primero lo intenté con el Word o el Power Point, pero no salía nada, y luego empecé con el Excel y encontré un mundo. Las retículas daban mucho juego, ¡imagínate lo que hubiera podido hacer Piet Mondrian con un Excel, con sus retículas y sus clip arts!». Pero, como tenía el vicio de comer dos veces al día y pagar el alquiler, tuvo que dejar de lado, momentáneamente, su incipiente vocación y se fue a vivir a Barcelona donde le esperaba, cómo no, un trabajo aburrido en otra gran empresa. La experimentación —también con la fotografía— la dejaba para los fines de semana. Tras dos años intentando que le echaran, más que nada por la indemnización, tuvo que irse sin su tesoro. Era noviembre de 2003.

La casualidad fue lo que le abrió las puertas a su nueva vida. Una amiga que estaba haciendo una residencia en Hangar, con otras diez personas en una nave, le invitó a visitarla. «Estaba bien, pero tampoco tan tan bien…, así pensé que yo también podría». La puerta de entrada era presentar un buen dosier, y a eso le dedicó un mes. La suya no era biografía ortodoxa —«no había estudiado Bellas Artes ni dominaba las técnicas», apunta—, pero aun así le cogieron. Ninguno de sus compañeros ganaba dinero ni tenía galería, pero alguna beca caía y se podía sobrevivir. El lugar era una especie de escaparate, al que iban los ojeadores a buscar nuevos artistas, y así llegó su primera exposición.

«Aprendí de mis compañeros que si no llaman a tu puerta tienes que llamar tú. Me pasaba el día presentando dosieres, pero era cuando había que hacer fotocopias, enmarcar fotos que luego te devolvían rotas… Era carísimo, así que mandaba pequeños vídeos muy sencillos que hacía con fotocopias y un escáner y lo mandaba a todos los sitios. No ganaba casi nunca, pero me seleccionaban para alguna exposición colectiva», recuerda de aquella etapa. Así, en 2006, llegó su primera beca, del Museo de Arte Contemporáneo de León. Su pieza era un stop-motion de una estantería metálica, con 150 archivadores que bailaban una especie de ballet geométrico. Y entonces su sueño se hizo un poco más realidad: consiguió una galería, la Prats Noguera Blanchard de Barcelona, especializada en arte contemporáneo, con presencia en Madrid y mucha proyección internacional.

En el barrio de Poble Nou, en Barcelona, estaba el centro cívico Can Felipa, con una sala que parece un museo. Ahí, con otros artistas de Hangar, participó en su primera exposición. Su aportación consistió en unos blocs con hojas arracadas, una página de Excel con todas las fechas de su biografía, y «un vídeo con una cuerda de ropa en la que había un gapo que eché, de medio metro, que se balanceaba. Era muy minimalista, tipo Tàpies —dice entre risas—. Aquella fue una etapa de experimentación», aclara. A cualquier cosa se le llama arte, y así es.

Razones para el optimismo

En 2007, llegó la primera exposición individual —fue un desastre— ,«pero por suerte no fue nadie. Utilicé un material que se combaba y es la típica cosa que haces y te avergüenzas». Pero la que considera la primera, «con inauguración y todo», fue en Noguera Blanchard, donde vendió su primera obra a un coleccionista. «Yo, antes, había vendido un cuadro por ochenta euros, pero en esa vendí una bien pagada y me sorprendí al ver que, con una galería, puedes vivir haciendo arte».

A continuación llegaron dos becas, con la CAM y la de la Fundación Marcelino Botín, de veinte mil euros, «que era una pasta, pero también me di cuenta de que nada está garantizado, que un año pareces un autor innovador y fresco y, al año siguiente, se te ve como alguien que ha pasado de moda». Esa sensación nunca le ha abandonado: «Estoy en una época en la que muchos de los que me tenían que coleccionar ya me han coleccionado, pero siempre hay artistas que ofrecen algo nuevo. Que tengas una buena racha no significa nada». De hecho, en China, tuvo una exposición que funcionó muy bien y otra, mucho más grande, que fue un fracaso.

De momento, sigue pareciendo joven y fresco. Hay obra suya en colecciones como la de La Caixa, la Panera, la DKV, Artium, las fundaciones Barrié y Botín… y fuera de España está presente en instituciones francesas, alemanas, italianas y mexicanas. Además, ha conseguido nueve importantes becas y la lista de exposiciones individuales (con paradas en ciudades como Tokio, Berlín, Nueva York, Helsinki, México DF, Reykjavik, Miami, Düsseldorf, Salt Lake City o Prato…) roza el medio centenar, y a ellas habría que sumar un centenar de colectivas. Una de las claves es uno de sus agentes, Phillip von Rosen, «que es muy pesado: se mete las obras en el coche y las lleva en persona a los clientes. Además, es historiador del Arte y tiene mucho discurso; pero sobre todo es insistente».

Vender la primera obra es empezar, «pero lo de insistir es importante. Si vas a todos los concursos, te ve mucha gente y, además, todo el mundo del arte alguna vez es jurado. Da igual que no ganes, te conocen y luego, con algo de suerte, empiezan a contar contigo». Una feria internacional te hace relacionarte con más gente; cuanto más expones… lo importante es que la rueda empiece a girar. A veces también influye la vida bohemia, «pero eso lo dejé atrás en México y en Berlín. Aquí, en València, hay una escena artística muy interesante que, aunque es otra generación más joven, quedamos a veces con niños y hacemos planes de día. Yo ya no estoy para esos trotes…, pero tampoco te digo que no vuelva», puntualiza.

Pero lo de la bohemia y el arte no es una buena combinación. «Cuando eres joven tienes que experimentar y hacer lo que puedas para sobrevivir, pero luego tienes que ser muy profesional». Hay una parte administrativa (contabilidad, gestionar los fondos, hacer catálogos, pagar facturas, la web…) que la gente no ve, pero que consume un tercio del tiempo del artista. «Al final es un trabajo», remarca.

Una Olivetti por pincel

«Mi camino hasta llegar hasta aquí ha sido un poco sui géneris; la falta de técnica, me obligó a desarrollar la mía propia, a partir de gestos cotidianos, que nacen en momentos no productivos, realizados en el cubículo de una empresa, como garabatear, que no es nada, jugar con un clip o doblar una hoja antes de meterla en su sobre, con lo que hago murales. Es como pasar de una rutina a una especie de metarrutina». En el fondo, «es como cuando le abren la puerta de una jaula a un pájaro, pero decide quedarse dentro», bromea, al referirse a su trabajo, una mezcla de abstracción y de realismo, porque en el fondo no deja de haber unas reglas, que son las que ha sufrido durante su vida.

Lo de la máquina de escribir tiene connotaciones freudianas: su padre —«un tipo bastante autoritario, alguien de su época, tampoco era un monstruo»— siempre escribía a máquina, incluso hoy. Él, Félix, era profesor de español para hijos de inmigrantes, pagado por el Gobierno alemán, que no quería que estos trabajadores perdieran sus raíces y así pudieran irse algún día a su país. De él heredó la fijación con la máquina de escribir, pero lo que no sabía es que su madre, Ana María, tenía alma de artista. «No empezó a dibujar hasta los cincuenta años, pero la verdad es que tiene mucho talento… y más técnica que yo, por cierto», matiza. Una vez vendió una acuarela a una amiga, pero ese día le robaron el monedero, lo que no deja de ser una metáfora de la vida de cualquier artista.

Lo que sorprende de sus herramientas es la capacidad que tienen de transformarse en pinceles para generar arte a partir de la repetición de letras o números. No todas golpean el papel con la misma fuerza —el papel, otro elemento a tener en cuenta en el resultado final— ni dejan la misma impronta. El folio puede entrar de distintas formas en el tambor que, a su vez, puede estar fijo o suelto, con lo que adquiere un protagonismo especial en el proceso de elaboración. La cinta de tela —nueva o ya casi sin tinta— es otro parámetro que contribuye a generar distintos efectos. Y todo se aprende a dominar con la práctica y la repetición propia del pobre oficinista sin metas, como le pasó a Kafka antes de encontrar refugio en la literatura. Pero a diferencia del austríaco, Ignacio Urriarte no tendrá que morirse para que le reconozcan el talento. 

* Este artículo se publicó originalmente en el número 122 (diciembre 2024) de la revista Plaza

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