ALICANTE. Una fiesta sin música es como un océano sin agua. Como una jirafa sin manchas. Como un elefante sin trompa o como una camisa hawaiana sin palmeras. Bueno, esto último tal vez sea más fácil de ver, porque la camisa hawaiana se ha convertido en un concepto en el que cabe casi todo, hasta un estampado de lonchas de beicon. Pero lo de la fiesta es una máxima inexorable. Sin música, es casi imposible que se generen las endorfinas necesarias para la comunión de la alegría.
En los felices años veinte, década en la que nació la fiesta de las Hogueras de San Juan en Alicante, el baile era la expresión máxima de la alegría, el jolgorio y las ganas de vivir. Una época en la que nacieron algunas de las danzas urbanas más estrambóticas y chifladas como el tango, el charlestón, el black bottom, el foxtrot, el lindy hop, unidos a los tradicionales pasodobles y jotas, ejecuciones de movimientos con todo el cuerpo, especialmente con las piernas y los brazos, unidos indisolublemente a unos ritmos y unas melodías.
Los días de Fogueres se levantan con música y también se acuestan con ella, si es que directamente no empalman un amanecer con el siguiente al ritmo de las despertás, cuando la colla de dolçaina i tabalet empieza a afinar y a recorrer las calles que circundan el monumento al que prestan servicio. Eva Ortiz, de la colla El Cocó, recuerda todo tipo de experiencias vividas en esos primeros momentos del día foguerer. «Nos ha pasado de todo, incluso nos han tirado un cubo de agua desde un balcón porque la gente quería seguir durmiendo y allí estábamos nosotros, intentando despertarlos; pero también hemos sentido la emoción de descubrir una placa dedicada a nuestro estimado Pere Fuente; recuerdo lo difícil que se hizo estar tocando su melodía Caravana». Pero no solo de despertà viven las collas, sino que también actúan como mantenedores de actos en presentaciones de llibrets, pasacalles, conciertos de la programación de Fogueres Culturals. El sonido de la xirimita acompaña a cada rincón de la ciudad, como en Escocia la gaita en los valles más remotos y solitarios.
Avanzado el día, llega el momento de las bandas, una de las señas de identidad más compartidas por los valencianos, desde el norte hasta el sur. Las bandas acompañan al primer gran acto de les Fogueres, el desfile del pregón, así como a la ofrenda de flores. Más de dos mil músicos exhiben destreza técnica y fuelle de pulmones, en los actos oficiales de las casi noventa hogueras, venidos desde todos los puntos de la geografía valenciana: Xàtiva, Ibi, Elda, Cox, etcétera. Hasta la ciudad llega siempre una nutrida representación de cientos de sociedades y uniones musicales que generan la polifonía ambiental de la fiesta.
Bandetes y charangas son la derivada más festiva de estas agrupaciones musicales. Versiones reducidas de la familia grande, consagradas al aspecto más lúdico y humorístico de la interpretación, verdaderos comandos del buen rollo que pasean entre el gentío que hace la ruta de visitas a los monumentos, interpretando temas tradicionales o una acelerada y cachonda versión de la sintonía de Juego de Tronos, si es preciso. Pero si las bandas ocupan la calzada y los escenarios en la apretada agenda oficial, las charangas no se dejan encorsetar por nada ni por nadie, pululando desde media mañana —es importante haber almorzado bien— hasta que se esconde el sol, alcanzando, alguna de ellas, estatus de monumento humorístico-festivalero, como los conocidísimos Los Claveles, nacidos con la propia fiesta, en 1928.
Sin embargo, cuando el sol se pone, llega la noche y la intensa luz de junio deja paso a la iluminación multicolor de calles, avenidas, portadas de barracas y racós. Los músicos depositan sus saxofones, xirimitas, trompetas, bombos y tabalets en sus fundas forradas de terciopelo. Los instrumentos descansarán por unas horas, mientras los roadies empiezan a montar todo el tinglado de la música nocturna: las orquestas de variedades y los disc jockeys toman el relevo.
En cada barraca un deejay abre el fuego musical, amenizando la cena con la que barraquers y foguerers dan comienzo a la larga jornada nocturna. Suelen empezar dando rienda suelta a su repertorio más estimado para ir acomodándose, tal y como avanza la noche, a los gustos del público, casi como un fundido con lo que vendrá después, la explosión de sonido, acompañada cada vez más de un potente aparato audiovisual de la orquesta que, sobre una base de formación rock estándar, despliega su nómina de solistas femeninas, masculinos, coristas y coreografías, haciendo un recorrido inverso al del pinchadiscos, desde los éxitos más conocidos de la música latina de los últimos años, hasta Extremoduro, ya bien entrada la madrugada, en un singular recorrido estilístico compartido por la Orquesta Kacike o la Orquesta Azul, ambas venidas de la vecina Murcia, indiscutible cantera del género. Con cuarenta y siete barracas, se pueden encontrar variaciones para todos los gustos, pero siempre manteniendo en común su tendencia a lo kistch musical, componente perfecto para la transversalidad festiva.
Mención aparte merece la aparición desde hace años de la música pop en Fogueres, a través de los conciertos de la barraca popular, a las sesiones dance de la plaza de la Montañeta, entre la hoguera Hernán Cortés y las barracas o la salida a la calle de alguno de los locales históricos de la ciudad, como la sala Confetti, con su programación especial y con la barraca que algunos años ha desplegado en las inmediaciones de la plaza Gabriel Miró.
Aunque la incorporación del pop en Fogueres es todavía un tanto tímida, como demuestra la imagen que de ellas tienen algunos músicos como Elío Ferrán, del Sindicato Ruido Costablanca: «En las fiestas populares se mueve mucha economía, como en cualquier acto musical y cultural, ya que todos los implicados sacan su parte de la inversión, tanto quien pone una barra, como quien monta un escenario o alquila el equipo de sonido. Todos cobran por su trabajo y no rebajan sus honorarios por ser fiestas populares —explica—. Sin embrago los músicos suelen tener que rebajar sus expectativas económicas para poder trabajar».
«Por la parte puramente musical, pesa mucho el tradicionalismo, el ‘‘como se ha hecho así siempre y le gusta a la gente, para qué vamos a cambiar’’. Cada noche debe sonar Mi gran noche de Raphael y el Explota, explota, ¡me explo! Explota, explota, mi corazón, de Raphaela Carrá. Es perfecto que sea así y que la gente lo disfrute, pero también se pueden hacer otras cosas, en otros contextos, como ha sucedido este mismo año en las fiestas de San Isidro, en Madrid, con una programación más arriesgada, y que ha sido un tremendo éxito». Como reza el dicho popular, «com més serem, més riurem».