Por todas es sabido que Elche se sitúa a la cabeza de los municipios cuyo modelo productivo se basa en la economía sumergida para ser competitivo en el mercado nacional e internacional, e incluso a nivel mucho más cercano: para competir entre sí las tiendas o cafeterías de cada barrio o pedanía.
Las razones están claras: a través de la economía sumergida se reduce el coste de producción o prestación del servicio, dado que aquellas entidades que defraudan a Hacienda declarando menos ingresos, o gastos que no tienen, pagan menos impuestos; al igual que quienes dan de alta en la Seguridad Social menos horas de las reales o no cumplen con el pago de la nómina según el convenio colectivo, tienen un menor coste salarial y de cotizaciones a la Seguridad Social.
Esto les permite tener unos precios más bajos y, por tanto, competir con ventaja con el resto de actividades de su entorno. Por otro lado, pueden hacer frente a las crisis con un simple “mañana ya no hace falta que vengas” o con despidos con un coste mucho más bajo que si pagaran el salario correcto.
Basta un paseo por Elche y sus pedanías para comprobar que en sus escaparates se ofertan mejoras en el precio, casi nunca en la calidad de los productos o los servicios. ¿Quién no recuerda la proliferación hace un par de años de establecimientos de hostelería cuyo reclamo era el “caña y tapa 1,50 €”?. Más producto, más barato. Una fórmula que, para quienes conocemos la hostelería, sonaba a fraude fiscal y a la Seguridad Social, por no mencionar la vulneración de los derechos laborales de sus trabajadores y trabajadoras.
¿Cómo es posible que estas situaciones sean conocidas por toda la ciudadanía y, por tanto, también por quienes están en el Ayuntamiento, y que éste no fomente las actuaciones de oficio por parte de la Inspección de Trabajo? Se trata de un fenómeno curioso cuyas posibles razones darían para muchas reflexiones.
Alguien podría pensar que este modelo de ciudad puede ser maravilloso, pues permite competir de una forma más fluida así como afrontar las crisis económicas con mayor solvencia y seguridad. La realidad le sacaría de su error. En primer lugar, la economía sumergida afecta a corto y a largo plazo, a la salud de los ilicitanos e ilicitanas, víctimas de este sistema de largas jornadas de trabajo, en muchos casos en condiciones infrahumanas. La ansiedad y la depresión son consecuencias casi inevitables ante la situación mencionada y la inseguridad de qué se va a cobrar cada semana o con qué humor va a llegar el jefe: es fácil confundir la ausencia de contrato con la de derechos, y este modelo implica elegir entre soportar acoso laboral o el terror a perder el empleo y quedarse sin nada.
Al margen del drama social que afecta a un municipio entero, también en términos económicos creo que no me equivoco cuando afirmo que fue una muy mala idea permitir que la economía sumergida se expandiera por Elche y sus pedanías. Y digo ‘permitir’ porque esto no se hubiera producido si las distintas administraciones -incluido el Ayuntamiento de Elche- hubieran hecho su trabajo, que era defender a su ciudadanía.
En lo económico se puede ver ya el efecto directo en las pensiones de quienes se están jubilando en este momento. ¿Un ejemplo? La Asociación de Aparadoras de Elche, que reivindica el reconocimiento de las cotizaciones de todos sus años trabajados y no declarados por la empresa, pues en muchos casos la pensión a la que se tiene acceso es la mínima (y eso cuando tienen acceso a la jubilación, cosa que no siempre ocurre).
Por otro lado, durante la pandemia se han visto claramente las consecuencias de la ausencia de cotizaciones o de que se declare menos salario del real, una ‘costumbre’ que limitó o directamente impidió el acceso a las ayudas públicas. Por cierto, a mi juicio esta es una de las causas más evidentes de que cada vez menos personas quieran trabajar en hostelería. Junto a lo anterior, las jornadas semanales de trabajo de sesenta o más horas -sí, esto se da en nuestro municipio-, y con ello el hecho de que una sola persona asuma el trabajo de varias, prpvoca que la masa de rentas del trabajo total del municipio sea menor de la que debería ser.
Desde cualquier óptica, los efectos en la economía ilicitana son nefastos: falta de capacidad de consumo de las familias al tener una renta por debajo de lo necesario para tener una vida digna actual y futura, pues no se tendrá derecho a la jubilación, ni prestación por bajas por enfermedad, maternidad, paternidad o ayudas en épocas de crisis por ausencia de cotizaciones, a lo que se le suma la incertidumbre sobre el futuro, que afecta directamente a la toma de decisiones en el consumo de las familias.
En mi opinión, esto sucede porque la mayoría de las familias, después de hacer frente a alquileres o hipotecas desorbitadas, pueden adquirir lo justo para seguir adelante, con lo que la economía ilicitana se ralentiza cada vez más, ya que el consumo decae y se busca como refugio las grandes superficies donde el precio del producto es muy inferior a los comercios tradicionales, acabando estos últimos por cerrar ante la ausencia de demanda. Por si fuera poco, quienes obtienen las rentas de estas familias son las grandes empresas de inversión a través de los centros comerciales, por lo que esas rentas no se revierten en el municipio, provocando una causa más de ralentización de la economía.
Con estos mimbres, la apertura de comercios, servicios o industria es un riesgo demasiado alto para la mayoría de las familias, pues la masa de renta del trabajo total del municipio está muy por debajo de lo que debería ser si la economía sumergida fuera mucho menor, quedando el éxito de estas empresas familiares sujeto a lograr comerse la parte del mercado que otra empresa de su misma condición tiene. Al quedar el comercio, la industria y los servicios en manos de grandes grupos de inversión se pierden más puestos de trabajos y se reducen salarios, lo que se traduce en precarización y concentración de la riqueza (algo que se puede comprobar en las últimas décadas en Elche con ejemplos de grandes superficies de venta de productos de alimentación, ropa, menaje, etc.).
Para paliar los efectos de la economía sumergida, se pueden llevar a cabo políticas desde el Ayuntamiento. Desde prestar sus servicios públicos sin subcontratar a vigilar que las empresas a las que contratan cumplan con la normativa laboral vigente, pasando por servicios de acompañamiento de la denuncia anónima ante la Inspección de Trabajo, campañas de concienciación de los efectos negativos de la economía sumergida, políticas coordinadas con la Inspección de Trabajo o atraer al municipio empresas tecnológicas de alto valor añadido pertenecientes a sectores con bajo nivel de fraude.
Estas medidas pueden ayudar a que se recuperen derechos laborales y aumenten las rentas del trabajo. Y, con ello, la economía ilicitana se reactivaría ante el incremento de las rentas disponibles de las familias y el consecuente aumento del consumo, lo que redundaría en una mayor recaudación municipal y, por tanto, en la posibilidad de incrementar las políticas sociales o de dar un mayor alcance a las actuales. Y no, estas propuestas no suponen efectos negativos en la inflación y pérdidas de empleo. No lo decimos solo nosotros, lo dice el último Premio Nobel de Economía, David Card.
Por concluir, año tras año los medios de comunicación certifican -y podemos apreciarlo en las calles- que las familias ilicitanas están cada vez más empobrecidas, por lo que creo que convertir el municipio en referente de la recuperación de derechos laborales es urgente. Y necesario para reactivar una economía que permita un futuro digno no solo a unos pocos, sino a toda la ciudadanía ilicitana. Solo es necesaria la voluntad política.
* Moisés García Monera es asesor fiscal y miembro de Podemos Elx