Impedimenta edita esta historia ganadora del Franz Hassel y finalista del Premio Alemán del Libro que aúna medicina, folclore y cierto aroma lacónico a postrimerías de lo mágico
VALÈNCIA. Pañuelos de tela, pasos y una curandera en el pueblo que trabaja por la voluntad, o bien la efigie de madera de una virgen judía de hace dos mil años muy milagrera, o bien un señor que impone las manos para canalizar la energía divina ki a cincuenta euros la hora en un piso en Patraix decorado con pirámides, budas y demás elementos new age; da lo mismo que la medicina haya logrado hacer andar a personas parapléjicas mediante la implantación de unos sensores inteligentes, o que haya podido devolver una visión básica (pero visión al fin al cabo) a quien no podía ver: el ser supersticioso y temeroso de lo que no entiende que todavía habita bajo nuestra piel —de un modo más profundo o más superficial según el caso— sigue desconfiando de la razón y arrojándose a los brazos del pensamiento mágico más burdo e idólatra a poco que le enseñan el capote del miedo.
No hay demasiado que ilustrar en ese sentido: no hace mucho se derribaron antenas del 5G para evitar no sé qué del control mental, y en la actualidad, con unos diez millones de congéneres muertos por COVID en dos años, y habiendo visto cómo el virus fue el ángel exterminador en las residencias de ancianos hasta que llegó la vacuna, muchos siguen prefiriendo vivir al margen de la evidencia. ¿Habría sido igual si los más vulnerables a la pandemia hubiesen sido los más pequeños? No cabe duda de que no, habría sido bien distinto. Si el virus se hubiese cebado en las guarderías y en los colegios, el primero que hubiese decidido saltarse las normas habría sido linchado a todos los niveles, no solo en el plano de lo virtual. Declararse antivacunas habría sido bastante más peligroso. No hay superstición que aguante una procesión de ataúdes de un metro ni el llanto desconsolado de unos padres. Los mayores, sin embargo, son discretos al morirse. Vaya.
Hubo un tiempo fronterizo en el que las novísimas ramas de la medicina que trataban de sanar los problemas de la mente tenían que disputarle el terreno a antiquísimas tradiciones y ritos que hasta ese momento, habían luchado, con mayor o menor fortuna —en general, casi ninguna fortuna—, contra estas dolencias y condiciones. Cruzados del juramento hipócratico se batían el cobre con exorcistas, chamanas, brujos, hechiceras y santones. Eran años difíciles, pero estimulantes: estaba todo por hacer. En este escenario de colisión se desarrolla La mujer zorro y el doctor Shimamura, novela merecedora del premio Franz Hessel y finalista del Premio Alemán del Libro que publica Impedimenta con traducción de Richard Gross. En ella, el doctor que da título al libro viaja a los confines interiores del país del sol naciente para investigar el misterioso mal que aqueja a unas mujeres de las que se dice, han sido poseídas por el espíritu de un zorro.
Flamea el verano de 1891 y el doctor recorre la región en compañía de un estudiante, constatando que los supuestos casos de zorro son trastornos mucho más prosaicos, enfermedades causadas por parásitos terrenales para cuya cura no se precisan conocimientos arcanos, sino todo lo contrario; esto es así hasta que, tras ayudar a sanar a todas las poseídas, recibe una última misión en la zona: deberá tratar a la princesa zorro de Shimane, una joven florescente cuyos síntomas, si es que pueden llamarse así, le harán replantearse todo lo que sabe, inclusive sobre sí mismo. La novela de Wunnicke, si bien escrita en clave de un humor sostenido y lacónico, contiene pasajes realmente espeluznantes. Pasajes como este: “abandonó la actitud de reverencia para incorporarse disparada, echar la cabeza hacia atrás, y proferir un grito. Un aullido. Un gañido primero agudo y luego gutural, que no se interrumpía. Aquel cuerpecito parecía contener muchísimo aire, cantidades de aliento insospechadas. Seguía de rodillas, y de pronto se dobló en una especie de reverencia inversa hasta que su cabeza estuvo a punto de tocar la estera, pero por el lado equivocado. El grito persistía […]
Cuando se hallaba en estado de reposo parecía residir bajo las fajas de Kiyo, pues era de allí de donde pugnaba por salir en ese momento. Se trataba de un zorro pequeño, de dos o tres palmas de largo […] lo seguía con el dedo mientras avanzaba despacio por el vientre hacia el tórax, la axila derecha, la izquierda, se metía con brío en el interior del brazo izquierdo y se afanaba por llegar casi hasta el codo, que no paraba de sobreestirarse. Shimamura creía oír crujidos”. La historia de Wunnicke respeta una mitología en la que el papel lo tiene el animal, y no el humano: en realidad, posesión mediante, Kiyo no sigue la fórmula clásica del hombre lobo; ella, en cierta medida, es más como aquel lobo hombre en París, un zorro mujer en Japón.
La suerte de Shimamura es difícil de estimar: por un lado, tras su contacto con el zorro, su mente quedará grave mente afectada hasta el punto de que ya no volverá a ser la misma. También padecerá una fiebre leve pero crónica. Es en Europa, su siguiente destino, donde definitivamente se verá al otro lado del escritorio. ¿De verdad fue real todo lo que vio? ¿Habitaba el espíritu de un zorro bajo la piel de la joven Kiyo? ¿Qué fue de su ayudante, el estudiante que desapareció de la noche a la mañana sin dejar rastro durante una de aquellas sesiones? Por otro lado, por alguna razón desconocida, tras el contacto con la joven poseída, Shimamura se había vuelto irresistible para las mujeres, a las que comenzó a atraer en cualquier circunstancia como la luz atrae a las polillas. Él, un heraldo de la razón, protagonizando un cuento mágico para niños. Él, víctima de una terrible confusión. ¿Por qué le tiembla el brazo? ¿Por qué no recuerda a esos desconocidos que dicen ser sus amigos y que le están visitando al cabo de tantas décadas?