VALÈNCIA. Reírse del sueño americano fue una de las cosas más americanas que se podía hacer durante las últimas décadas del siglo xx. Y algunos ídolos musicales lo hicieron mejor que nadie. La revolución que anunciaron los años sesenta pero que nunca llegó dio pie a una poderosa industria que vendía entretenimiento hecho música. Las estrellas de rock viajaban en aviones privados, vivían en mansiones y se desplazaban en limusina. Los chicos de clase media que soñaban con triunfar eran ahora poderosos e influyentes. Alice Cooper, cabeza visible del grupo que también respondía a dicho nombre, era de los pocos que no se tomaba en serio aquel papel. Durante sus primeros años de existencia, Dennis Duanaway, Neal Smith, Michael Bruce, Glen Buxton y el propio Cooper tuvieron que enfrentarse al rechazo que producía su música y su puesta en escena. Eran demasiado grotescos para los supervivientes del sueño hippie. En el primer concierto que dieron en Hollywood consiguieron vaciar la sala en la que tocaban. Solamente dos de los asistentes, el mánager Shep Gordon y el músico Frank Zappa, comprendieron que estaban delante de un grupo que iba a formar parte del relevo generacional que la música pop necesitaba. Cuatro años más tarde, en abril de 1973, Alice Cooper salieron en la portada de la revista Forbes en un reportaje que anunciaba la llegada de una nueva generación de magnates.
Billion Dollar Babies, sexto título en la discografía de Alice Cooper, fue el álbum que encumbró al quinteto a ambos lados del Atlántico. El disco era a la vez una crítica y una celebración del capitalismo a la vieja usanza, ese que durante años había representado y promovido el glamur de Hollywood. “Somos una pandilla de chicos de Phoenix al que ahora las grandes empresas ofrecen dinero -presumió Cooper entonces-. Los mismos tipos inadaptados que al principio no podían tocar en ninguna parte. Ahora todo el mundo quiere un trozo de nuestro pastel”. Todo el mundo quería un pedazo de esa tarta venenosa que eran Alice Cooper de la misma manera que, en el pasado, todo el mundo quiso un pedazo de ese pastel que fueron las grandes estrellas del cine. Poco después de la caída de Wall Street en 1929, Joan Crawford proclamó: “Yo creo en el dólar. Todo lo que gano, lo gasto”. Había algo de la teatralidad de la Crawford en la figura de Alice Cooper, pero, sobre todo, había mucho de la Bette Davis de ¿Qué fue de Baby Jane? “Ese era mi personaje -declaró Cooper-, la Bette Davis exageradamente maquillada, demasiado vieja para ponerse vestidos infantiles. También había un poco de la Reina Negra que interpretó Anita Pallenberg en Barbarella. Quería que la banda tuviera ese toque perturbadoramente enfermizo”.
Alice Cooper no siempre se llamó así. Nació en Detroit con el nombre de Vicent Damon Furnier. En 1961, su familia se trasladó a Phoenix, la ciudad que acogió su adolescencia. Gracias al rock descubrió la manera de que las chicas vieran en él algo más que un muchacho con un físico poco agraciado. Empezó a formar parte de bandas de rock en contra de los deseos de su padre, un hombre fervientemente religioso que detestaba el rock. Lo que detestaba en realidad era el estilo de vida excesivo al que parecía conducir aquella música, porque Cooper asegura que su padre se conocía a todos los grupos del momento. El nombre de Alice Cooper surgió durante una sesión de güija, cuando se manifestó el espíritu de una bruja que decía llamarse así. Pero lo que le llevó a quedarse con el nombre fue la confusión que iba a provocar. Promotores que los contratarían pensando que se trataba de una cantautora acabarían descubriendo que en realidad eran cinco tipos con aspecto extraño haciendo una música que era difícil definir.
Esa fue la conclusión que se extraía de su primer disco, Pretties For You, que dejó perplejo al mismísimo Zappa, tan habituado a la música extravagante. Aquella mezcla de rock progresivo, rock duro a medio cocer y blues pasó inadvertida. Pero en 1970, Cooper seguía teniendo muy claro cuál era su objetivo: “Mi rebelión era contra la escena musical existente. No tenía la menor intención de convertir el mundo en un lugar mejor”. Alice Cooper refinaron su puesta en escena cultivando un gusto por lo grotesco que se remontaba a los primeros conciertos que dieron en Phoenix. Hachas, camisas de fuerza, guillotinas, sillas eléctricas. Eran antihéroes para una generación que no necesitaba adorar a santurrones. Su directo era teatral, como una obra de Shakespeare adaptada por la Hammer en la que Cooper, víctima de sus pecados, siempre acababa siendo ajusticiado. Sus conciertos estuvieron a punto de ser prohibidos en Inglaterra, debido a la violencia que destilaban. El grupo sabía que la mala publicidad era la mejor publicidad.
Su primer éxito había llegado en 1971 con la canción “I’m Eighteen”, una carta a la confusión adolescente que caló en una generación a la cual Bolan, Bowie y Alice Cooper dieron lo que necesitaban. Música desprovista de falsos idealismos, rock que electrificaba el cuerpo y ofrecía una nueva lectura de la sexualidad. Lou Reed dijo de Alice Cooper que, como travestis, eran un horror de feos. Poco después, Reed trabajaría con el productor que había ayudado a definir el sonido de la banda. Bob Ezrin fue para Alice Cooper lo que George Martin para los Beatles. Cogió sus canciones, las dejó en los huesos y luego las reconstruyó para vestirlas de la manera más efectiva posible. Alice Cooper se convirtieron en una gran banda de rock & roll con un sonido distintivo que mezclaba el musical de Broadway con las películas de horror. Y Billion Dollar Babies fue la cima de aquel viaje. Canciones como “Elected”, “No More Mr Nice Guy” y la propia “Billion Dollar Babies pusieron banda sonora al año en que Estados Unidos empezaba a enfrentarse al gravísimo caso de corrupción protagonizado por el presidente Nixon, el año en que la carnicería de Vietnam era ya reprobada unánimemente por los ciudadanos estadounidenses, el año en que el embargo petrolífero impuesto por los países árabes asestó un duro golpe a la economía del país. 1973 también fue el año en que el gran chiste que era Billion Dollar Babies hizo ricos a los miembros de Alice Cooper.
El éxito les pasó factura. Cooper pasó a formar parte del Vampire Club de Hollywood, compuesto por celebridades del cine y la música que competían para llevarse el premio al mejor borracho de la temporada. Las mansiones, los coches, los amigos famosos... todo ayudó a que la unidad de la banda comenzara a resquebrajarse. Dunaway, Smith y Bruce estaban celosos de Cooper, que con su imagen y su papel protagonista había terminado fagocitando el protagonismo. En cuanto al guitarra Glen Buxton, fue el primero en sufrir el revés de los excesos. Las drogas y el alcohol menguaron sus posibilidades creativas y apenas tocó en Billion Dollar Babies. La banda terminó disolviéndose en 1974 y un año después, Cooper sufrió una caída en Vancouver que le dejó malherido. Cayó porque iba borracho. El hombre que se reía del infierno descubrió que había otra manera de arder para toda la eternidad. Con la desintoxicación se cerró una etapa vital y artística. Para entonces ya había dejado huella en la cultura popular. Y había amasado una nada despreciable fortuna.