El rey se adentró en la espesura de corbatas, tacones, uniformes y trapillo de periodistas que le esperaba bajo una carpa junto al cementerio de El Campello el pasado lunes. Pisaba en firme, porque los servicios de protocolo de Casa Real son como una caterpillar que va allanando, asfaltando y señalizando el camino por el que pasa. Pero a uno le da por pensar que Felipe VI se sentía como el niño al que le han dejado entreabierta la puerta del despacho de casa y no sabe si entrar o no. Las primeras veces nunca son fáciles, pero lo de la inhumación de Rafael Altamira no fue ni siquiera eso. Era más un ensayo, como la primera de las miles de fotos que le deben disparar a su hija Leonor en el Juan Sebastián Elcano antes de seleccionar la que van a difundir entre los medios. Al monarca lo van a enviar, como representante de todo el Estado, a que España vaya rindiendo cuentas con las víctimas de la Guerra Civil. Y para eso, nada mejor que la vuelta a casa del humanista intachable, de la figura sin aristas ni controversias, del embajador del diálogo y el consenso. Altamira fue un almohadón de plumas para su majestad.
Los representantes del partido que solo sabe negarse intentaron aguar el cóctel de sensatez y equilibrio que mantuvo Altamira en toda su trayectoria profesional. Pero más que un gruñido, les salió el ronquido con el que los adolescentes cambian de voz durante la pubertad. Que si el dos veces candidato al Nobel de la Paz no era un represaliado. Que si el único juez español que ha integrado el Tribunal de La Haya no fue una víctima del franquismo. Que si quien estudió en la Institución Libre de Enseñanza, fundó un periódico, enseñó historia a los alumnos de la triste España noventayochista y trató de estrechar lazos con las repúblicas separatistas que rompieron el imperio en el que nunca se ponía el sol no era republicano. Como siempre, no se percataron de nada. Precisamente, la voluntad conciliadora de Altamira fue lo que le dio hechuras universales. Lo que le acercó a Azaña, a Unamuno, a Ortega, a Blasco Ibáñez; lo que le permitió trabajar para la República y para Alfonso XIII. Precisamente la imposición del pensamiento único fue lo que le echó de España. Sin grandes apuros, es cierto. Con la intención de Franco de traerlo de vuelta para aprovecharse de su prestigio internacional. Pero con la condena al olvido por haberse negado a estirar las alfombras de El Pardo. Y con la angustia, y eso lo deben saber mejor ellos que yo, que soy un desarraigado, de no poder morir al sol entre los naranjos de Ca Terol, junto al Mediterráneo de sus amores. En El Campello de su infancia.
Si a Altamira no se le conoce más allá de Monnegre es porque lo borraron del mapa. Tanto que, como dice el profesor Juan Antonio Ríos, debió de ser el único exiliado que daba nombre a una calle a toda España antes de la Democracia. No importaba, puesto que nadie sabía quién era, ni siquiera quienes pisaban los adoquines contiguos a la Plaza del Ayuntamiento. Las víctimas del rencor franquista somos, entonces, el resto de españoles. Porque es su aliento apaciguador el que hace falta en estos tiempos grises como agua de cloaca, en esta época de guerras y aranceles. Si a partir de ahora se le renuevan los papeles que perdió en el camino hacia México es porque una familia, su familia, ha logrado que el rey presida el funeral de un liberal republicano. Con el apoyo incondicional de todos los partidos menos uno. No es tan difícil de entender.
@Faroimpostor