MURCIA. La tecnología (cripto, meta) es nueva, la promesa, muy antigua (la libertad, la emancipación). El desarrollo lo tenemos claro desde hace tiempo: opuesto a las expectativas de nosotros los ingenuos. Hoy, sorprendentemente, es lo mismo que ayer. ¿Sorprendentemente? Antaño, la maquinización de nuestras vidas iba a librarnos de lo más arduo de la existencia: el trabajo. Poco tiempo después, el animal humano se convirtió en un engranaje más del proceso fabril. Volvieron las penurias que Harari señalaba en su Sapiens contra la agricultura: seguimos esclavizándonos. La industrialización dio el relevo a un mundo —occidental— de servicios. En palabras del filósofo coreano, normalizamos autoexplotarnos bajo la excusa de la autorrealización. Trabajo por amor al mal entendido arte porque es lo mejor para mí y para mi carrera en el mercado laboral, pese a que todo apunta a que estoy corriendo en dirección contraria. En el siglo veintiuno de la precarización del trabajador a escala planetaria, el horizonte profesional es como mínimo, inquietante. ¿Por qué no estoy viviendo la tecnoutopía? Llegó internet, y las redes sociales se han vuelto tan comunes como la radio o la televisión. Ni rastro de la emancipación que los gurús de San Francisco preconizaron.
La realidad tiene más que ver con una nueva especie de cadenas: sí, podemos comunicarnos en tiempo real con cualquier congénere en cualquier parte del mundo. Sí, eso incluye a nuestros compañeros de trabajo. Un apunte: esto no es una crítica neoludita: nadie quiere liarse a bastonazos con un ordenador o un smartphone. El problema, de nuevo, no es la tecnología. El problema, sin acritud, es nuestra inercia antihumana. La jornada laboral es un recuerdo del pasado. Hogaño, las fronteras entre la vida doméstica y la vida de oficina se han difuminado. ¿La hiperconexión era esto? En parte sí. Hablamos de la segunda década del nuevo milenio. Hablamos de la antesala de la tercera fase de nuestra vida virtual: hablamos de la pantalla anterior al metaverso, el internet inmersivo.