VALÈNCIA. Duele imaginar cuántas buenas historias se habrán perdido en forma de eco y silencio hasta la llegada de unos índices de alfabetización aceptables, hasta la universalización de la costumbre de registrar las ideas en papel y de almacenar ese papel para bueno, quizás consultarlo algún día en caso de que alguna de esas ideas se revalorice, evolucione, mejore o simplemente evoque un tiempo y unas circunstancias y una persona que ya no se es. Hasta ese punto de inflexión en que el saber y la cultura se envasaron en conservas de celulosa, innumerables leyendas, anécdotas, conversaciones trascendentes, confesiones, aflicciones, explicaciones, aventuras, crónicas, canciones, poemas, abstracciones irrepetibles, testimonios o mentiras con valor literario se diluyeron con la extinción de sus portadores, apagándose su brillo sináptico al tiempo que se apagaban las constantes vitales del último que las recordaba. Una auténtica tragedia. ¿Qué nos habremos perdido?
Sin embargo, muchas de esas leyendas, anécdotas -y lo que sigue- nacieron del útero oral con la piel oral y se reprodujeron en múltiples versiones a través de la reproducción oral, que incorpora genes -innovaciones, distorsiones, apéndices, apósitos- de quien decide ser un eslabón más en la cadena de la comunicación. Su forma era la de la historia compuesta para ser disfrutada con los pabellones auditivos, la de la que se cuenta al calor de una hoguera, en la mesa de un bar, en la cama a oscuras. En el caso de estas historias sonoras, desvanecerse era simplemente un gaje del oficio, una buena oportunidad para decir eso de que murió haciendo lo que más le gustaba, que en la mayoría de ocasiones -no en esta- es una necedad de primera: puede gustarte mucho navegar y aun así preferir morir en una cama cálida antes que ahogado y congelado en el Mar del Norte, o ser un devoto alpinista y apreciar el morir durmiendo en el sofá antes que despeñándote en un ochomil.
El papel marida muy bien, sobre todo, con aquellas historias que han sido pensadas en el propio papel. Las historias que corren de boca en boca, como los cuentos maravillosos propios del folclore o los poemas con vocación spoken word -un anglicismo bastante efectista- respiran mejor en el espacio entre cuerpos vivos, en el medio entre emisor y receptor por que el que se propagan. Pese a todo, es imprescindible atrapar unos y otros -siempre que lo merezcan, no está la cosa para desperdiciar papel o bytes- para que quede constancia de su existencia cuando la peste moderna de la superproducción, esa que el sabio Lem quería atajar con un perycalipsis en el que se pagase a quienes no compusiesen, escribiesen o pintasen y se penalizase a los que sí lo hiciesen, se los lleve por delante. Justo de cuentos de la tradición de las tierras y de poemas creados para el placer acústico hablaremos a continuación, empezando por Todos los cuentos del mundo, una colección de narraciones populares recogida, traducida y adaptada por Aro Sáinz de la Maza y JM Hernández Ripoll e ilustrada por Marta Velasco Velasco que ha lanzado Arpa Editores y que incluye cincuenta cuentos de cincuenta nacionalidades distintas, como son Vietnam, Seychelles, Rusia, Marruecos, Portugal, Colombia, Moldavia, Corea del Sur, Yemen o Haití, que tienen o no moraleja, que son cómicos o son tristes o un poco de lo uno y un poco de lo otro.