Este año se cumplirá un cuarto de siglo de la surrealista visita que Michael Jackson hizo a los Lladró en medio de su Dangerous Tour
VALENCIA. “Este es el acontecimiento más excitante que ocurre en nuestra hermosa ciudad desde la visita del Dalai Lama en 1952; por lo tanto, declaro que la Carretera 401, actualmente conocida como Autopista del Dalai Lama, cambiará de nombre y se llamará “de Michael Jackson” a partir de ahora”. Así habla el alcalde de Springfield, Joe Quimby, frente a la casa de los Simpson, en aquel capítulo en el que Homer es internado en un sanatorio y comparte habitación con un obrero polaco que cree ser Michael Jackson. No sucedió lo mismo, ni por asomo, en la vida real valenciana: ni la carretera de Alboraia pasó a ser la de Jackson, ni la avenida del Rei en Jaume fue rebautizada como la del Rey del Pop.
Y no es porque, como en el capitulo de la serie del inefable Matt Groening, quien se bajara del Mercedes fuera Leon Kompalski, un trabajador de la construcción de 2 metros con alopecia y vecino de Paterson, New Jersey,. Quien bajó del coche un 19 de septiembre de 1992 para pisar las instalaciones de Lladró fue, en efecto, Michael Jackson. Él, junto a su miniyo de turno, Brett Barnes; el responsable de la gira, Pino Sagliocco (y traductor a la sazón); y su hombre de confianza y jefe de seguridad hasta pocos años después, el exagente de la policía de Los Angeles, Bill Bray. Lo que hoy ya se conocería como el séquito del octavo hijo de los Jackson, gracias a series como Entourage.
“¡Michael Jackson! Esta clase de cosas sólo ocurren una vez en la vida. ¿Me atreveré a cerrar la tienda?”, se pregunta el dueño del badulaque de Los Simpson cuando escucha el rumor de que Jackson visitará el pueblo. Los paralelismos con la realidad acaban ahí, no todo está en Los Simpsons a pesar de lo que digan los cuñados; la llegada del cantante a la sede de Lladró en Tavernes Blanques fue “privada” y “pasó desapercibida” incluso para la mayoría del personal del aeropuerto a su llegada a Manises; así lo certificaban en las páginas de Levante-EMV, cinco días después de que la visita se produjera. Por entonces, ni siquiera la familia Lladró, que había estado casi al completo durante toda la visita, ni sus portavoces, confirmaban ni desmentían el suceso.
Uno de los mayores hitos musicales de la Valencia mainstream en los últimos 25 años fue, en realidad, extramusical. Lo que no consiguió, por ejemplo, Alfonso Rus y su enfermizo empeño por traer a las figuras del pop de masas en lugar de cultivar una escena local saludable y sostenible, lo consiguieron los Lladró; y, aparentemente, sin querer. Jackson se encontraba al final de la gira europea de presentación de Dangerous, su octavo disco publicado un año antes y, si bien Valencia no figuraba entre las ciudades del tour (sí lo hacían Madrid, Barcelona y Oviedo, y un año después Tenerife), la visita del músico alcanzó la relevancia súbita del anuncio de un concierto de Madonna. Las excéntricas condiciones de la historia le otorgaban su verdadera dimensión a algo que, en realidad, ya había pasado.
El acontecimiento abría periódicos en Valencia en 1992. Michael Jackson, junto a Brett Barnes (que en aquel momento era considerado “hijo adoptivo”), Bill Bray y José Lladró, se llevaba la foto de portada de Levante-EMV del 26 de septiembre. La histeria contenida llegaba con una semana de retraso, momento en el que el periodista Rafael Ventura Meliá ofrecía datos relevantes acerca de lo excepcional de la visita. “Michael Jackson tocó a todos los hermanos Lladró”, decía uno de los prosaicos pies de foto de la noticia. La aclaración para los menos avezados seguidores de la biografía de Jackson era evidente: su guante, aquel que se duplicó tras Billie Jean en el especial de Motown, terminaría derivando en ese histrionismo protector con el que al final acompañaba de sombrero e incluso paraguas o mascarilla a sus gafas de sol.
“Había exigido al firmar el contrato para su gira española que podría cenar con el dueño de Lladró”, le aseguraban desde la saga de ceramistas al periodista, que precisaba que el cantante llegó aquel sábado de septiembre “en un avión privado y de riguroso incógnito”; esto último lo certifican las imágenes del encuentro en el que Jackson visita algunas de las instalaciones de los Lladró, como el colador, con las sillas sobre las mesas de trabajo. “Pensaba que cuando fue yo ya no trabajaba allí porque no lo recordaba”, asegura hoy una extrabajadora de la fábrica, confirmando sin querer la clandestinidad de un hito al que sólo asistió la familia Lladró y algunos acompañantes.
Esas imágenes que muestran a un Michael Jackson fascinado (mucho más que cualquiera de sus acompañantes) representan en realidad algo más allá de lo privado del acontecimiento; se enmarcan en la excepcionalidad de un encuentro en el que a Jackson sólo se le podría haber pedido que se quitara las gafas de espejo para ser, a la vez, más y menos Jackson. La hora de grabaciones que documentaban aquella visita se redujo más tarde a un vídeo de algo más de doce minutos, de consumo interno, en el que hoy se puede observar el comienzo del fin; lo que antes del caos era excéntrica normalidad. Lo que entonces era un special friend y, al día siguiente, era un special friend.
De aquella visita histórica del Rey del Pop surgió una especie de acuerdo extrañamente absurdo y etéreo que se rubricó de una forma acorde a la situación: con la foto clásica en la que las dos partes se estrechan las manos, pero a seis bandas (los hermanos Lladró, Jackson, Bray y Sagliocco). El acuerdo de colaboración entre Lladró y Jackson, que confesó coleccionar porcelana desde hacía una década, consistía en la comercialización de una figura de unos 40 centímetros en la que el artista aparecería junto a cinco niños de etnias dispares y un globo terráqueo; todo tan poco obvio como la propia obviedad de la figura de carne y hueso. Su precio final, según las informaciones del momento, iba a rondar el medio millón de pesetas y la recaudación se destinaría a su organización sin ánimo de lucro Heal The World Foundation. Sin embargo, sólo jamás se llegó a distribuir.ç
“Era una persona perfectamente normal”, reconocía José Lladró hace no demasiado en su libro Luces y Sombras de la Empresa Familiar: “hablaba tímidamente, estaba tranquilo y parecía vivir en su mundo”. Un año después de su visita, el 14 de septiembre de 1993, se desencadenaron los acontecimientos. La policía de Los Angeles había entrado en su rancho, Neverland, para investigar la acusación de abuso de menores por parte del padre de uno de los special friends de Jackson. No era el de Barnes. El niño australiano que le acompañó a Lladró continúa defendiendo hoy su inocencia en una cuenta de Twitter que parece anclada precisamente en aquel 1992. Evan Chandler, padre de Jordan Chandler, abrió una herida que, además de costarle 20 millones de dólares en aquel momento, persiguió a Jackson hasta el fin de sus días (y más después del documental de Martin Bashir).
Tras la muerte de Jackson en 2009, Chandler hijo reconoció que su testimonio frente al psiquiatra y la Policía fue diseñado por su padre. Sin embargo, hace hoy 25 años, aquello provocó que el surrealista encuentro entre los Lladró y Michael Jackson no se materializara en la comercialización de aquella figura; alguien en la organización pensó que unir una marca a la de alguien acusado de abusar de menores a través de una figura que lo representa rodeado de niños parece tan mala idea que debe de serlo. La pieza quedó para la colección privada del cantante; como el resto del lote 383 de pertenencias de Jackson, fue subastada en abril de 2009, pero al parecer hace no demasiado terminó, de nuevo, en posesión de uno de los hijos legítimos del cantante.