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La nave de los locos / OPINIÓN

Diez años de ‘Crematorio’

El inicio la crisis, ocurrido hace diez años, coincidió con la publicación de ‘Crematorio’, la novela que consagró al valenciano Rafael Chirbes como uno de los grandes narradores de este principio de siglo. En aquella obra, Chirbes puso al descubierto las mentiras del llamado “milagro económico español”. Aún hoy seguimos recogiendo los escombros de la debacle que vino después

21/08/2017 - 

Un día de agosto moría, hace dos años, Rafael Chirbes. Cuando a la jornada siguiente compré el diario (recuerdo que era una mañana de domingo) no di crédito a lo que venía en la portada: el novelista valenciano había fallecido a causa de un cáncer fulminante de pulmón. La noticia, por inesperada, me pareció irreal. No acababa de creérmela. Creo que llegué a llorar, lo que revela lo absurdo de aquella conducta. Si al menos se hubiera tratado de la muerte de un futbolista o de una modelo bielorrusa… Lloré, entre otras razones, porque ya no tendría oportunidad de entrevistar al escritor en El Moss de Segària, el bar que frecuentaba en Beniarbeig. Aquella modesta pretensión, concebida unos años antes, nunca se haría realidad.

A Chirbes lo descubrí por casualidad en una librería situada en el barrio de Pla-Carolinas de Alicante, a comienzos de la década pasada. No sé qué me llevó a fijar la vista en La larga marcha, una de sus novelas editadas por Anagrama. Tal vez fue la lectura de la solapa o que aquel día yo necesitaba, como yonqui de la literatura, mi dosis diaria de páginas, y no hallé mejor papelina que este libro de Chirbes.

Después de La larga marcha cayeron en mis manos la novela corta Los disparos del cazador, Los viejos amigos y Crematorio, la obra que supuso su consagración como novelista. Hasta entonces había sido un escritor apreciado por la crítica y un reducido número de lectores; era un autor de culto. La trayectoria de Chirbes se asemejaba a la de un corredor de fondo que avanza a paso lento pero seguro, siempre en las últimas posiciones del pelotón, pero que a medida que se van quemando metros de carrera va dejando atrás a competidores que sobrevaloraron sus fuerzas. Al final, el corredor de zancada lenta y segura llega el primero a la meta.

Desde Crematorio, galardonada con el Premio de la Crítica de 2007, el prestigio de Chirbes no cesó de crecer. Se dijo que era algo así como nuestro Balzac, el hombre que retrataba la España del pelotazo, el cronista de nuestras miserias materiales y sobre todo morales. Y, en efecto, la lectura de sus libros es un gancho directo contra cualquier atisbo de esperanza. Marxista confeso, crítico ácido de la Santa Transición, enemigo declarado de la socialdemocracia que nos gobernó, Chirbes edifica su obra sobre la base del pesimismo, sobre la convicción absoluta de que el hombre no tiene remedio ni salvación, de que es el culpable de su derrota.

Admirador de Galdós, defendió el realismo como opción literaria, para escarnio de los posnovísimos de las letras hispanas, pero nunca cayó en la trampa del maniqueísmo, en el error de escribir historias de buenos y malos porque sabía, como buen conocedor del fondo oscuro del corazón, que todos, héroes o villanos, acabamos chapoteando en la misma mierda. Chirbes fue más un pintor de ambientes que de personajes, el fotógrafo del ascenso y la caída de una época, la nuestra, que nos ofrece hoy la oportunidad de ser camareros o turistas. Él defendía que éramos criaturas de la Historia, y llevaba razón.

La sensualidad mediterránea frente a la desolación

Pero no cabe olvidar que Chirbes, nacido en Tavernes de la Valldigna, es un escritor mediterráneo. Su desesperación echa raíces en Misent, su Macondo particular, que puede ser cualquier pueblo de la costa alicantina. Como mediterráneo concede protagonismo a la sensualidad cuando enumera, por ejemplo, los ingredientes de un arroz caldoso, las cualidades de un buen vino o cuando describe un paisaje que, ¡oh sorpresa!, se ha salvado de ser destruido por la especulación. Esa sensualidad ejerce de contrapunto a la desolación de sus personajes, que es la suya.

Chirbes, pintor de ambientes antes que de personajes, será leído como un autor indispensable para comprender la España bulímica de principios de siglo

Chirbes fue el notario inesperado del fin de fiesta que algunos llamaron “el milagro económico español”. El año en que publicó Crematorio, luego llevada a la televisión con un portentoso José Sancho dando vida al arquitecto Rubén Bertomeu, estalló la crisis de las hipotecas subprime en Estados Unidos. Después vino la Gran Recesión, que acabó con decenas de miles de empresas y situó el paro en 6,2 millones de personas. La elevada factura de la crisis —que aún seguimos pagando— es el asunto de En la orilla (2013), con la que ganó el Premio Nacional de Narrativa. Con dudas aceptó la dotación del galardón (20.000 euros), que donó a la Casa de la Caridad de València.

Estos días de agosto dedico un par de horas a la lectura de esa novela cuyo protagonista, un carpintero llamado Esteban, tiene que cerrar su negocio a raíz del desplome de la construcción. Si Crematorio es un libro premonitorio, en la medida que descubrió la inconsistencia de un crecimiento económico basado en la codicia y la corrupción, En la orilla se detiene a analizar el destrozo social y moral que causó aquel pacto con el diablo. Su adaptación teatral fue estrenada en el Principal de València en primavera.

Han transcurrido diez años desde la publicación de Crematorio, tiempo suficiente, a mi entender, para estar seguro de dos cosas: la primera es que Chirbes será leído como un autor indispensable para comprender la España bulímica de finales del siglo XX y comienzos del XXI. La segunda cuestión es que no hemos aprendido nada en este decenio. Los mismos errores que nos llevaron a esta crisis traerán la siguiente. Concluir que somos diez años más viejos pero igual de estúpidos que en 2007, que tanto sufrimiento ha sido en vano, que mucha gente sigue entrampada y viviendo por encima de sus posibilidades, que las grúas vuelven a ensuciar el cielo, aceptar toda esta triste verdad significa darle la razón a Chirbes y al pesimismo que derrama con generosidad por sus novelas como si se tratara de azafrán y pimentón dulce para condimentar un arròs a banda, servido con un vino blanco del país, en compañía de viejos amigos, todos ellos con múltiples achaques, trastos viejos que nos quieren y que se ríen en torno a una mesa de madera noble en la terraza de una casa de campo de Dénia, habitada por los fantasmas de unos antepasados que nos miran con compasión.

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